jueves, 21 de enero de 2016

XXV años de Paz

Borraba cualquier huella de la pizarra, hasta dejarla impoluta. A continuación, cogía la tiza con total seguridad. Y como si estuviese realizando el ritual de la consagración de la hostia, se sumergía en una suerte de trance, de solemne concentración. Entonces, ocurría el esperado fenómeno: de un solo trazo, dibujaba un enorme y perfecto círculo. Éste era, normalmente la base, para explicarnos las cuestiones que interesan a nuestro planeta. Era la maestra de Ciencias Sociales.
Tantas veces trazaba ese círculo, lo recreaba yo con mi mente. A veces, en la soledad del recreo, la imitaba. Me salía casi tan perfecto.
Era una mujer de anatomía robusta. Tirando a alta.
Mostraba un resentimiento grande hacia la vida. No sé si porque enviudó joven o es que era así de nacimiento. Se manifestaba en un contraído gesto de su boca. Que expresaba repugnancia, en cuanto algo no era como ella quería o se escapaba de su control. Hechos que ocurrían a menudo.
No era ni fue hermosa.
Tenía un grandes pechos alojados en una ortopédica estructura cónica. Se mostraban como dos inexplicables formas geométricas, armadas, desafiando la gravedad.
Su paciencia y tolerancia eran inexistentes con la duda o la desobediencia.
Humillaba. Sin mover un solo músculo de cara. Con la expresión de un cetrino cadáver. Cuando tenía a su victima al borde del llanto, sumergía su cara entre sus puntiagudos pechos. Era nauseabundo.
Yo fui, de esto, una mera espectadora. Como mis resultados académicos eran brillantes, me dejaba en paz. E iba por libre. Pero sufría sus toscas formas y en sufrimiento de mis compañeras.
Estuvimos sufriendo a esta mujer tres años. En octavo curso de E.G.B. decidí hablar, en contra de mi costumbre. Le pedí, por favor, que nos dejase de dar clase de religión o que lo hiciese de otra forma, pues todo se lo inventaba y ofendía la inteligencia. La que se dio por ofendida, fue ella. Lloró muchísimo. Hizo drama. Pero conseguimos que dejase de darnos clase y lo hiciese el simpático párroco del pueblo. Todo un avance.
Los viernes por la tarde había una hora escolar de libre disposición en la que se le ocurrió la feliz idea de dedicarla a costura.
Yo me negué a hacerlo. No porque no me guste coser (que no me gusta). Supongo que por provocar.
No me dijo nada. Lo dejo estar. Así es que mientras las niñas de clase cosían, yo leía.
Se acercaba el final de curso y de la E.G.B.. Un grupo de investigadores chinos visitó el colegio interesado por los excelentes resultados académicos de sus alumnos.
Cuando llegó la hora de convocar a aquellos cuyos expedientes eran los mejores, la trazadora de círculos, nuestra tutora y directora del colegio, sencillamente me ignoró.
Había buenas alumnas en mi clase. Pero los mejores resultados eran los míos, con diferencia.
No iba yo a quedarme sin la expresión de su resentimiento.
Mis compañeras, cuando nombró a las elegidas, me miraban con tristeza. Yo, a su vez, miraba hacia el fondo de la clase, a ver si estaba ahí el objeto de sus miradas.
Me decían desde siempre que no lloraba por nada.
En público, no acostumbro.
Benditos viernes. Entre mantelerías de panamá, deshaciendo nudos ajenos, inventando dibujos y leyendo. Construyendo algo propio en un mundo cimentado en lo supuesto y la obediencia ciega.
Yo me quedé sin tratar a los chinos.
Y ella sin mis reverencias.
No sé porque me acordé hace poco de la anécdota de los chinos.
El caso es que entendí que es buena cosa ser invisible.



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