Era un hombre muy alto.
Extremadamente delgado. De porte elegante en cualquiera de sus gestos.
Apenas hablaba. Lo hacía en contadas ocasiones. Su voz era áspera. Desfigurada por el humo de los continuos cigarrillos que fumó en el pasado.
Gustaba de escribir. Y de dibujar.
Cuando venía a casa, le pedía que me sentase en sus rodillas y me dibujase aviones.
Me parecía el momento más feliz del mundo.
Con el paso de la vida, sus ojos se gastaron y sus manos comenzaron a temblar. Entonces, rehusó a escribir. Era un perfeccionista y no le gustaba ver su letra deformada.
Así es que cuando quería escribir una carta a su hija de Madrid, le pedía a mi hermana mayor que lo hiciese por él. Entonces, esa tarde que acudía a casa con sus folios, su sobre y su sello. Se convertía una tarde cualquiera, en una tarde especial. Con esta suerte de ritual.
Todas nos reuníamos para oírle narrar su carta. Y para celebrar el momento en que le escuchábamos hablar algo más que monosílabos.
Querida Inés:
Espero que a la llegada de ésta os encontréis bien. Nosotros nos encontramos bien, gracias a Deus.
Comenzaba siempre así sus extensas misivas. En ellas, ponía al día, a mi tía, a su esposo e hijos de los aconteceres de la familia y hacía crónica de la vida del pueblo.
También tenía una esponjilla, como las que tenían en los antiguos estancos, para humedecer la goma del sobre y del sello. Lo dicho: era un perfeccionista.
Era escucharle narrar. Con su voz grave y rota. Sus profundos ojos negros, dibujando los paisajes de lo cotidiano, en la letra esbelta y menuda de mi hermana. Cada carta una pequeña obra, compuesta de vidas, de fragmentos de espacio y de tiempo de lo cotidiano. En un deseo de trasladar la simultaneidad perdida.
Así aprendí a escuchar historias viajeras.
A releer y perfeccionar.
A alterar el orden del papel con ocurrencias de último momento: escritas en los márgenes y en posición girada.
Mi abuelo, murió pronto. De ese mismo cáncer de garganta que le dio tregua siendo más joven.
Más el oficio casual de escribana de mi hermana, no terminó ahí.
Tiempo después, más pronto que tarde, comenzarían los inolvidables momentos de las cartas de amor al dictado.
Ella, la causante de las cartas, volvió al pueblo, para ayudar a reponerse a mi abuela de la muerte de mi abuelo. Y nunca más volvió a vivir en Madrid.
Él, destinatario, fue su amor verdadero.
Era el hombre más guapo que habíamos visto nunca.
Tenía su foto haciendo surf, siempre en su saloncito. Y era un tipo espectacular.
Claro, mirábamos a nuestro padre, nuestros tíos y a los hombres del pueblo. En fin, que entendíamos lo bien que hizo de irse.
Era tremendamente divertido oírla dictar la carta. Se ponía como en trance y mi hermana escribía lo que decía como le daba la gana. En realidad, mucho más hermoso. Lo aumentaba en su imaginación, supongo. Y lo crecía.
Y ella, mi tía, sintiendo, mirando a un punto indeterminado del techo.
Creo que a través de esto, sin pretenderlo, aprendimos a imaginar otros mundos y a sentir la emoción compartida del amor. Pues la vida siempre pone fuentes cercanas a los labios que quieren beber.
Hubo un tiempo en que mi hermana escribía. Historias propias. Y lo hacía bastante bien.
Esos espacios comunes.
Espero que a la llegada de esta, te encuentres bien.
¿Existe alguna forma más hermosa de expresar lo eterno?
Cada vez que he empezado un escrito o algo parecido a una carta, no he sabido como comenzar.
Ahora sé, que éste es el segundo párrafo que faltaba.
Y el primero,
Querido Amor:
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