A medio despertar. Emprendíamos la marcha.
Era mi primer día de colegio.
Iba acompañada de mis hermanas.
Al salir de casa, me dijeron que me aprendiese bien el camino.
Fue la primera vez y la última que fui junto con alguien.
No hubo la emoción de lo que se inicia y desconoce.
Ni besos de despedida.
Entré en el aula.
Aquello me pareció un pequeño caos. Niños llorando por doquier. Había un niño que se había hecho pis encima. No entendía nada.
Yo, me mantuve expectante. Con mi reluciente baby blanco con mi nombre bordado en azul, encima del corazón.
Volví a casa.Sola.
Encontré un camino alternativo.
Ese día, había descubierto la música. La alegría y el cariño.
Al día siguiente volví: deliciosamente sola.
Tenía cuatro años. Y muchas ganas de aprender.
Recuerdo las preciosas coronas de flores. Y de estrellas. Yo, quise ser una flor.
Pero siempre me tocaba ser estrella.
Tomábamos posiciones: las flores en el suelo, regadas por el jardinero Jacinto. Las estrellas arriba, sobre un armario.
Cantábamos.
Con los pies colgando, llenos de barro, de los charcos del camino.
Así llegaba al cálido refugio de mi más remota infancia.
Pisando charcos. Con mis ortopédicas botas.
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