Puto miedo.
Me había llamado tantas veces cobarde que se sentía hasta
exento de sus propios miedos, pensando que yo también era su propietaria. Así, ocurría que todo un cúmulo de cosas ajenas y propias se acumulaban dentro de un gran saco,
sin fondo, en el que todo tenía parecía
tener cabida. Y que, al parecer, era mío.
Lo que no sabía, entonces, es que el mismo miedo es la cura
a la cobardía. Pues una vez lo tienes enfrente, cara a cara, lo reconoces y
toca su fin. Ese. Justo el que ves.
Es probable que de todo ese pasado roto hubiese algo digno
de recordar, pero entre tanta miseria, mentira y podredumbre está tan enfangado
que mejor dejarlo para tierra de abono.
No hay culpables.
Ni vencedores ni vencidos.
Es una batalla perdida la del tú más.
Que no quiero ser más
en nada. Ni menos. Ni mejor. Ni peor.
Simplemente quiero ser yo.
Y todo lo que me
imposibilita esto, me sobra.
Sólo quiero estar tranquila.
En los atardeceres de mi cielo incendiado.
En el verde mar de los ojos más preciosos.
Y mientras amplio la envergadura de mi traje alado, elimino
los eslabones que sujetan la amplitud de mi mente.
Hubo una vez quien quiso volar con su cuerpo, como lo hacía con
su mente. Lo intentaba una y otra vez.
Y no dejó de hacerlo nunca.
Eso, es la vida.
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