jueves, 17 de marzo de 2016

Trini

Es una extraña mujer.
Es de aspecto espiritual, oblongo, como los personajes de los cuadros de El Greco.
Mira sin mirar directamente a los ojos. Y en las raras ocasiones que lo hace,  enseña unos enormes dientes gastados,  de sobre dimensionado tamaño de rumiante. 
Configura con naturalidad, un gesto torcido que delata un hastío amargo.
Debe de tener muchísimos años. Calculo unos noventa y tantos.
Es muy difícil no reparar en ella, primero, por su aspecto quijotesco, después,  por su manera de relacionarse con las enfermeras y las auxiliares. Las muerde, araña, e insulta por sistema cada vez que la ayudan a sentarse en el sillón o en su carrillo de ruedas.
Lleva siempre unos calcetines imposibles, de largos que son. Son  estrechos y de infinitas rayas horizontales. Se entretiene en quitárselos, lo cual le ocupa bastante tiempo debido a su largura. Después los atusa como un trofeo. E intenta ponérselos. Y así mata el tiempo, en un bucle particular inventado para continuar de alguna forma.


No me había parado mucho a pensar en ella, pues al resultarme bastante hostil, prefiero no acercarme a su espacio.
Ayer hubo una pequeña celebración para los residentes que han cumplido años días atrás y para los que, probablemente, los cumplirán en los venideros.
Nunca había estado en un patio de butacas sin butacas. En el que los asientos, en una de sus caras eran sillas de ruedas por doquier.
Y bastante por delante, estaba ella.
Su hija cantaba, manchegas y coplas, con más gracia que arte.
Hubo un momento del evento, en que llegaron su nieta y sus bisnietas. Y comenzaron a cantar una canción. Tres generaciones de su familia, unidas para homenajearla. 
Entonces, a aquella a la que no había visto nunca más que  insultar y emitir gruñidos, se puso a cantar también.  Su rostro se trasfiguró completamente y los músculos de su enjuta cara se armonizaron para convertirse en dulzura. Y reía. Cantaba y reía. Y por unos instantes se sentía su felicidad y el amor con que la arropaban. Ese mismo amor que ella exhalaba.
Esta mañana si pensaba en ella. Ahora que conozco su nombre.
Y es que ayer, por unos momentos algo se encendió. 
Quizás sea el amor el interruptor de las ausencias. Una vez que se pulsa se pone en funcionamiento la corriente de la vida. Así, se abandona el bucle que absorbe y engulle hacia dentro.
Quizás la manera de llegar a alguien sea la entrega, con las puertas del alma bien abiertas.
Entonces hay una mutua acogida, justo en el punto destinado a crecerse.
Ella, se llama Trinidad. 

Aunque mañana la vuelva a encontrar regruñendo, la veré ya siempre con su sonrisa.






No hay comentarios:

Publicar un comentario