Dicen que no hay vida después de la muerte, pues parece cosa cierta que nadie, hasta la presente, vino del más allá para contarnos sus pormenores o detalles.
En realidad nadie vino.
¿O es que no se fue?
Lo dicen. Se dice. Decimos. Como si la muerte fuese una y una única cosa. Como si pudiera ser algo diferente de la vida. Como si la vida pudiese simplificarse al reducto de un cuerpo consumido, polvorientos despojos, tras la mortaja de nuestro avatar.
Es un decir continuado y repetido.
A lo mejor, el más allá es ese lugar sin espacio, listo para quedarse. Justo ese que no se encontró nunca en el hacendoso trajín del navegar, en este azul planeta.
Dicen que no te olvidarán jamás, aquellos quienes son, han sido y sólo serán un recuerdo para ellos mismos. Pues para no olvidar, hay que saber recordar, activar los recuerdos y traerlos a la vida. Para ello hay que adentrarse en el mismo corazón de la memoria.
Sin ella, las palabras se enmarañan y enturbian el pensamiento. Lo más que se construye con ellas son gigantes alados con aspas y molinos.
Es un estadio sin retorno, la elección del olvido.
Se dice mucho. Decimos mucho. Entiendes que es así, cuando empiezas a vislumbrar que un poco decir, ya es demasiado.
Se atiende menos, pensando que se va a decir todo el rato.
Y así ocurre, que el agua discurre estrepitosa. Demasiado ruido.
Sin poder escuchar esas voces, que por los siglos de los siglos dicen, sin emitir sonidos. Cuentan la verdad que subyace a la existencia, sin necesidad de hablar. Desde el más humilde de los ropajes. Ese que siempre estuvo presente sin necesidad de ser el reguardo y ornato de cuerpo alguno.
A ratos, descansan y, a otros, discurren sobre las palmas de las manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario