Antes de anoche, había algo que intentaba tomar forma en mi mente. Comenzaba con el esbozo de la imagen
de puertas. De esas puertas, que tras una reforma u obra nueva, se abandonan para ser
sustituidas por otras. Quizás, más hermosas.
Algunas de esas viejas puertas usadas y desechadas, se transportan y conservan con la esperanza de poder ser aprovechadas por alguien.
A veces, se las extrae junto sus maltrechos contra cercos. Así, se las transporta. Con los restos de los pedazos de la "carne" de su
anterior vida. Exponiendo la intimidad de aquellos secretos
que los hermanaron.
He visto con frecuencia, como al acercarme a personas
queridas, han instalado alguna de estas puertas, de manera apresurada ante mis
ojos. Puertas recicladas para la ocasión. Justo esa: la que nunca fue.
Sin entender que no puede cerrarse ni abrirse el espacio de
lo continuo.
A la mañana siguiente, me levanté con la imagen de una de esas
puertas. Era metálica, pintada de color azul intenso. Aparecía tumbada en el remolque de
un camión de transporte. Iba al raso, entre mallazos y viguetas pretensadas. Buscaba
su destino.
Después, se me ha ido de la cabeza.
Nos fuimos a caminar. Al cementerio.
Llegamos entre silencios.
En
lo que duran el recorrer unos familiares contornos de cielo y la alegría
de ir descubriendo las briznillas de verde, el tupido tapiz de los pedregosos campos.
La luz plata del sol de invierno está adquiriendo matices de
oro rosa, propios de la primavera.
Hemos visto la familia de gatos. La última camada, ahora, se encuentra
en su adolescencia.
Son blancos, con un mechón de gris jaspeado sobre la frente.
Los ojos muy claros.
Parecen punkis.
No sé por qué hoy nos hemos detenido en algunos nombres de las lápidas.
Leo en una tumba: Jirafia. De tal.
C'est pas possible?
La importancia de los nombres.
Inmediatamente recuerdo a Circun. Si. Existe una persona en
el mundo llamada Circuncisión del Señor. Noventa y seis años de humanidad. A vueltas con el mundo. En
este caso, literal: sostenida (o contenida) por
un ancho cinturón en un sillón. Supuestamente, para no caerse del asiento, del que incesantemente intenta escapar. Girando sobre sí. Todo el rato.
Apenas si ve con sus gastados ojos. Más, tiene bien
agudizada su alma.
El otro día, de visita a mi madre, me pidió un beso.
Se lo di, claro.
Dice, que le doy muchos besos a la niña que descansa en el
sillón (mi madre) y ella también quiere alguno.
Sin darnos cuenta, una extraña sensación ha disuelto
nuestros límites.
Flotamos.
Nos marchamos.
Somos el camino de vuelta. El frío y la humedad del invierno
que se aleja.
La cinta del camino es tan sólo una imagen ilusoria, la divisoria
entre dos estados.
De forma espontánea, configuramos cada uno de los
elementos del invierno. Desaparecemos un instante en su abrumadora grandeza. La esquelética arboleda emerge entre la densa y húmeda niebla. Mientras, el viento del norte silba en la caña de los huesos.
Lo sentimos totalmente al serlo. Después, notamos y vemos
como se aleja.
El frío sale fuera. Se marcha hacia otras regiones.
A cada paso de nuestro cuerpo ingrávido, se va despejando el cielo. Dispersa las nubes.
Al llegar al pueblo es primavera.
Millares de garzas trazan su victoria en el aire, para
festejar su regreso.
Olvido.
Olvido las puertas que ven los ojos del rostro.
Desaparecen los contornos de cualquier recinto.
Lejos, las topologías y geometrías de los límites.
Guardo como un tesoro los momentos más hermosos que compartimos.
Esos, que con agua, sol y el calor del pecho, configuran la estructura de las flores.
Elijo.
Crezco.
Elijo crecer y conocer otros lares, para cambiar mi destino.
Ojalá encontremos siempre la mejor compañía en el camino.