domingo, 1 de noviembre de 2015

Uno de noviembre

Tanto el camino de ida y de vuelta fue un repetitivo lanzar de peonza.
Un desleído recuerdo de color gris. Resignado anhelo de conseguir la danza de punta metálica, arañando el suelo terroso, en su giro.
Pensaba que era demasiado grande, para mis manos.
Sólo al llegar a casa, conseguí hacerla girar.
Después, abstraída en mi contento, el ritual de quitarse toda la ropa y echarla a lavar.
Para mi madre, ir al cementerio, era como ir a un sitio en el que el solo contacto de su aire fuese a transmitirte una peligrosa enfermedad.
Era, quizás, su manera de exteriorizar su aversión a la muerte. Incluso más allá de eso, su asco físico.
Nunca lo entendí.

Ahora, como aquellos primeros de noviembre, aun huele a campo. A la lumbre de las primeras chimeneas en las que arde la leña. A las castañas asadas del Curro.
En este día, en el camposanto, huele a los miles de flores que salpican las relucientes losas. Nacieron y crecieron en su belleza plena, sin ser conscientes de su azaroso destino. Completan su ciclo en el ritual del "no te olvido". Aunque, la realidad, es que parece que sólo se dispone de un día para "de ti acordarme".
Cierras los ojos y aspiras profundamente. El olor a azucenas y lirios es tan fuerte que puedes llegar a desmayarte.

En los últimos meses, voy mucho a pasear al cementerio.
Su sobriedad espacial y los hermosos cipreses, encalados en su base, me gustan mucho. El camino, el bordear las fosas, el silencio entorpecido por el trinar de los pájaros, todo ello,  me proporciona serenidad.
Hay una gran familia de gatitos que vive allí. Se están haciendo mayores, por momentos. Cada vez que los veo saltar entre las tumbas, me tienta llevarme alguno a casa. Después, a la hora de la verdad, me arrepiento. Pienso que están mejor así, libres encendiendo briznas de vida entre tanta podredumbre.

Éramos niños. Y al llegar a casa, nos cambiábamos de ropa y, después, le pedíamos a nuestra hermana que nos leyese alguna leyenda de Bécquer. No había que insistir demasiado. Nos metíamos los cinco  hermanos en una cama. La cubríamos por encima (uniendo los pies con la cabecera) con sábanas y mantas, para crear nuestro ámbito. A la luz de una vieja linterna y bajo todo ese amasijo de ropa, escuchábamos totalmente sugestinados, la terrorífica leyenda.

Y surgía la emoción. El miedo a los espíritus y las almas en pena o vagabundas. A aquello que, inexplicablemente, permanece.







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