lunes, 23 de noviembre de 2015

Trenecitos naranjas

Un pijama blanco, con muchos trenes. Quizás, fueron  la representación augur e  inexacta de todos esos otros que tomé, mucho después. Por el mero hecho de desplazarme. Sin llevarme a ninguna parte.

En la insólita estación de mi cuarto, iniciaba el tránsito a los aledaños del sueño.  Grave ejercicio de concentración, inmersa en un microcosmos dominado por el ruido y el estruendoso drama ante la más mínima contrariedad, en la cotidianidad del hogar.

Pero, soy constructora del silencio.

Al  acostarme, desplegaba sobre mi cuerpo las faldillas de cubierta de mi nave y hacía recuento de todo lo acontecido durante el día. A continuación, desplegaba mis majestuosas velas y me hacía a la mar, que había al otro lado del muro de mi testa.

Iba en busca del océano profundo. Acompañada de esbeltas hadas aladas, de belleza impar y cabellos infinitos.

No era consciente, entonces, que cada una de sus gotas saladas corre por mis venas.

Fue un brusco ir. Y venir. Y volver.
Una particular renuncia voluntaria del habla, reducida a lo justo y necesario.
Así es que, por falta de costumbre, las pocas veces que hacía uso del lenguaje, las palabras se asomaban a mi garganta a la par que un sanguinolento músculo latiente. 
Entonces, era emocionante: hablar. Para bien o para mal. Nunca se sabe cuando se acierta respecto de los demás. Ahora, añado, ni falta que hace.


Es que esta mañana, me acordé de mi pijama blanco de trenes naranjas. Pensaba en  lo pequeña que era. En los trenes que ya no cojo. En los que coge mi hijo, que tiene la edad que yo tenía entonces.
Pensaba en  lo hermosa que es la manera, en que en un mundo hostil, un hada de ojos dorados me crece cada día con su amor. 
Con su ilusión en los pequeños detalles. 
Con cada una de las muñecas recortables que me traía para poblar mi libro Cosmos. 
Con sus canciones. 
Sus historias inventadas con chispas de alegría desde el desgarro. 
Con sus excursiones por los tejados. 
Con los gatos. 
Con la perra. 
Con el corazón, abollado, pero cada vez un poquito más grande.

Volver. A aprender el silencio.
Esta vez sin pijamas. Ni ropajes.
Sólo al abrigo de tu piel en mi piel. 
Y mi piel en tu piel.

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