La lluvia, con sabia tenacidad, erosionaba la dúctil superficie.
Se filtraba y transportaba el sutil mensaje de belleza que sus células componen.
Se descubría un rostro, en un lento despertar. Abría los grandes ojos que contemplan desde el alma. Todo lo ven.
Las cosas que se hacían. Y mientras obraba, se dislucidaba lo que bien estaba.
Entendiendo que en la vida lo mejor es siempre lo más sencillo. Aunque, a veces, para alcanzar la sencillez extrema que es despojarse de todo, antes haya que desplegar todos los recursos habidos.
Este cuerpo que descubre la lluvia es tal cual es.
Como ningún otro.
En él habita toda una arqueología del hombre. Lo que fue. Lo que será. Lo que es.
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