martes, 7 de marzo de 2017

Y despierta el espíritu dormido

Siendo yo niña, hubo un tiempo en el que la noche me fascinaba en la misma proporción que me inquietaba.
A veces, yo permanecía despierta mucho rato, escuchando en los ritmos de las distintas respiraciones como todos se iban durmiendo.
Algunas veces de esas veces, notaba cosas que no podía comprender. Entonces me sentía muy sola, aunque somos una familia muy numerosa.
El hecho es que no sabía muy bien como expresar lo que sentía a mis semejantes y cada vez me sumía en un aislamiento más profundo respecto del mundo.
Recuerdo una noche pedir no ver esas cosas que me tanto me asustaban.
Ahora entiendo que pidiendo no ver lo que en realidad manifestaba era mi deseo de no tener miedo. Tenía mucho miedo. Se podía decir que mi relación con los seres y las cosas estaba condicionada totalmente por el mismo. Y por eso me comunicaba con el exterior a golpe de impulso. Siempre encontraba el motor de un impulso que vencía al miedo, que era más rápido que él.

La pequeña fracción de luz que impresiona la retina de nuestros ojos, no sirve para crear nada sin una buena lumbre ardiendo en el interior. Cuando notamos su llama, conseguimos que se vaya propagando y vamos encendiendo cada una de las cavidades de la mente. Esta lumbre se puede hacer todo lo grande que uno quiera de verdad, hablo de lo grande exento de un sentido comparativo, al margen de la escala.

A veces, para extinguir el miedo sólo basta una pequeña chispita.

Entonces, la luz de tu luz se confunde con mi luz y ocurre que empezamos a salir de la niebla y a comprender los aspectos que encierra la penumbra.

A veces, se nos olvida que el punto de más brillo de la luz se produce en lo más obscuro.









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