miércoles, 15 de marzo de 2017
No es el deseo lo que hace detenerse al tiempo
Una mañana nos encontramos por la calle y nos detuvimos unos instantes para admirarnos.
Había un luz de primavera naciente con tintes de oro recién bruñido.
Yo hablaba y, mientras, tú mirabas la posición del sol. Después, te quedaste escudriñando mi rostro y mi pelo. Como en una improvisada y extraña danza de un ritmo muy lento, de la manera más sutil, ibas estableciendo un pequeño giro en tu posición. Yo seguía tu compás de manera inconsciente, hasta que los tenues rayos de luz incidieron justo en mis ojos. Entonces, dejaste de moverte y con una bella sonrisa te despediste.
Yo sabía que querías que la luz del sol revelase todos los matices de mis ojos y mi pelo.
Tu admirabas mi belleza, al tiempo que yo sentía la de tu alma. Y mientras escribo esto, siento que no son sino dos maneras de expresar lo mismo.
Me he preguntado muchas veces porque te empeñabas en representar la muerte en la plenitud de un instante de belleza.
Ahora sé que esas calaveritas que tú dibujabas no son más que una imagen mental ideal, es algo así como sentir la necesidad de sentir el peso de lo más grave concentrado en la fragilidad de un pensamiento para disipar lo que es.
La belleza es, al margen de las ideas, de las formas, de todo lo que puede ser representado y pensado.
Crecer, madurar, es sentir esa belleza exenta de todo, sin contrario, sin principio, sin fin.
La muerte no es más final que la conclusión de lo que se piensa que es el mundo real.
No era el color de mis ojos, ni la llamarada de cobre en mi pelo, ni la bondad que habita en tu alma.
Es amor.
Es amor lo que nos une y que al limitarlo, pensarlo, intentar darle forma, se marcha.
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