Amanezco con la peor de las resacas, esa que acontece tras vagar perdida entre siniestras sombras y dudas.
A veces, me parece que escribo a cadáveres apuntalados por vanos deseos de permanencia, a fantasmas y a espíritus que mi imaginación construye.
Siento tambalearse las sogas que sujetan los excesos que lacran el espíritu.
Cuando esto ocurre, el pánico me invade y desde ese horror mi pensamiento cobra autonomía, poblándose de monstruos, de voces que a nadie pertenecen, porque sé que los construye mi mente.
A veces, no sé salir de la antesala del infierno.
Cuando creces, recuerdas algunas frases que se han quedado grabadas en tu memoria sin saber muy bien porqué, pero con el beneplácito de tu sonrisa interior. Para mi, son algo así como las piezas doradas del tesoro que yace bajo la losa secreta del jardín.
Anochezco, con un dulce cansancio, de saberme bien, de sentirme a gusto en mi piel.
Y en este estado acabo de recordar unas palabras que le oí hace muchísimo tiempo a una mujer.
Decía, la buena mujer, que se daba miedo a sí misma, que de hecho era lo que más miedo le daba del mundo.
- Miedo me doy.
Escenificaba estas palabras, teatral, llevándose las manos a la cabeza mientras las emitía.
Debe de ser el miedo una de las cosas que aun tienen cabida en mi cabeza.
Cuando me empiezo a chamuscar de miedo me levanto y me encuentro en mis amores. Noto mi pecho que se hace muy grande.
Y toco el pelo suave de Fénix.
Y veo como asoma el pelo de Marcos escondido entre las mantas sin verse nada más de su cuerpo.
Y, así, vaciada de miedo, me duermo.
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