Cuando era muy niña, a veces iba a encontrarme al refugio de mi soledad. Me encerraba en mi cuarto y me sentaba por un tiempo indeterminado frente al espejo. Intentaba imaginar como serían mis rasgos cuando fuese mayor, cuando me hiciera mujer. Quería ver superpuestas a mi imagen las facciones que alcanzaría.
Había un momento en que me acercaba mucho a mi reflejo, sin rebasar el umbral en el que las imágenes empiezan a distorsionarse.
Inducía un leve movimiento milimétrico para ver como la pupila se agrandaba o encogía en función de la distancia. Me parecía la cosa más rara del mundo y a la vez me maravillaba poder adentrarme en el abismo de un ojo por medio del otro. Y me angustiaba no poder ver mi rostro más que a través del espejo. Y al pensar esto, se me aceleraba la respiración y me hundía más allá de esas luces y sombras que percibía. Miraba mis manos, mis piernas. ¡Qué seres más extraños somos!
Hoy he recordado esto al re-encontrar mi voz sonora.
Al comenzar a brotar desde su eco original, ha ido a encontrarse con esa niña que se miraba en el espejo llena de ganas de ser grande.
En su cara, no se apreciaba edad alguna, no era un rostro de tiempo.
Y mi cuerpo entero se ha henchido de aire fresco, sumergida en la tibieza de las aguas.
Era como vela aérea tensada a todo trapo, a barlovento, ingrávida, renaciendo en mi canto.
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