Es un deleite pasear por las líneas del trapecio.
A pocos, descubres, que el viaje es más divertido cuando eres el artífice de tus propias cuerdas y te desenvuelves en el punto justo de tensión y de soltura, adecuados a tu peso.
Cuando era niña, algunos veranos, venía al pueblo un feriante que hacía una atracción en la cuerda floja.
Lanzaba un grueso cable de acero desde lo alto de la Torre gorda, hasta el tejado de una de las casas que hay enfrente de la iglesia. Hacía un espectáculo de equilibrio.
Rompía con la rutina del perezoso quehacer cotidiano de la vida del pueblo. Y por unos días, modificaba el paisaje, introduciendo un "punctum", una línea de emoción.
Desde el paseo de Torre gorda, comenzaba a caminar sobre la cuerda, a pelo, con una larga pértiga en sus manos. Y así, el funambulista nos ofrecía la metáfora de la vida y la muerte. Dos nombres para una misma cosa.
Si no caigo, sigo avanzando sobre la vida. A decenas de metros del suelo. Si caigo, se acaba todo, pero con la adrenalina a tope, hasta el último momento.
No sé si es por este recuerdo, por el que siento tanta simpatía por los acróbatas del aire.
O, sin más, por el extrañamiento que produce ver a un animal terrestre, sin alas, hacer piruetas por los cielos.
Sea por lo que fuere, hace años, cuando me preguntaban que quería ser de mayor, respondía que artista del alambre.
Y es que, en ocasiones, uno debe escucharse y hacer un poco de caso, a lo que tanto repite.
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