lunes, 1 de febrero de 2016

Febrero

Con la idea de permanencia, se percibe y se siente la belleza de lo efímero.
Se enciende.
La nobleza de un gesto.
El estallido de una risa.
Praná sideral en efervescencia plena.

Metamorfosis continua. Vida.
Extraño y errático viaje.
Poco se espera.
Entonces, llegan los hallazgos.
Con los ojos bien gastados. Y la atención plena.

Esa lejanía que de niño se enseña a ver.
Se desdibuja. Desaparece.
En la necesaria búsqueda de lo próximo.
Se descubre la delicada estructura que posibilita lo existente.
Es ordenada y clara.
Es un hermoso lenguaje de una complejidad más allá de toda conciencia.
Es asomarse al borde de un abismo sin sentir el vértigo de duda.
Su fondo y cima se configuran con lo mismo.

Es la mirada, filtrada por un no se qué. Se hace muy afinada en los pequeños detalles.
Es algo indefinible, móvil, que se superpone a la perspectiva habitual.
Se borran los contornos estáticos entre las cosas y a la vez se percibe todo el esplendor de lo que la cosa es. De alguna manera, se hace presente. Se siente.

Los ojos muestran al cerebro la materia como algo continuo. Tanto más cuanto más densa es.
Hasta el cielo gaseoso se percibe como un plano o como un volumen, pues lo se representa en sus colores y su luz.
Y sin embargo todo es poroso.
Estructuras geométricas que se superponen a organizaciones estructurales topológicas de mayor grado. Estructuras dinámicas atómicas de elementos que se organizan entre sí y configuran mediante fuerzas electro magnéticas para crear la vida.

Somos de la materia de la tierra en una combinatoria divinamente compleja. Nos anima sus mismas fuerzas. Lo que a ella le pasa nos repercute. Y esto es recíproco.

Nos pensamos. Nos podemos pensar reduciéndonos a la expresión más elemental.
La que se toma de prestado para aprender este planeta.
La que se devuelve, inexorablemente.







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