jueves, 25 de febrero de 2016

De tu pequeño afluente

Nunca llegamos a hacer ese viaje, madre. 
Ese que nos iba a reencontrar desde destinos diferentes. Para celebrar.

Es  hacia otras geometrías de la vida hacia las que convergemos.
Algunos aprendizajes son de una extremada dureza.

En este instante, el mayor de los deseos,  destinado  al genio de mi lámpara interior, es pedir que no sufras ni padezcas. No más. Por favor.

Noto lo mucho que te alegras  cuando estamos juntas y me miras a los ojos. Así, las dos juntitas, emergiendo de las mismas aguas.

Madre, quiero que sepas que he conseguido recuperarme.

Todo ese daño de la enfermedad a tu cerebro y a tu cuerpo. Tu necesidad de firmes puntos de apoyo, me ha ayudado a ser mucho más fuerte. 
Aunque hay instantes, como éste, en que necesito desahogarme. Me anclo un momento, para soltar el lastre del dolor.
Es una sensación de impotencia muy  grande, madre: no se pude sujetar el agua entre las manos, se escurre. Se marcha.

Ese viaje que no hicimos, me cogió haciendo los primeros esbozos de otra vida. Construida sobre el estrato  sedimentario de todo lo anterior. Este tiempo de silencio. Espacio vacío entre potencias de mundos caídos y por emerger.  Plano que  separa y da continuidad, a la vez.

El día anterior, al de ese viaje fallido,  caminaba, por el Paseo del Prado.
Acababa de firmar el último papel de mi proceso de separación. E iba desde Gran Vía hacía el museo.
Y me preguntaba, cómo me sentía.
No era una sensación de liberación. Estaba  aún rumiando la sensación de fracaso.
Seguía sin poder comprender  qué  coño había estado haciendo durante tanto tiempo.  Que pasó para llegar a convertirme en una ruina. A qué había reducido mi ser.

El puzzle se termina completando. Y las respuestas encuentran su lugar, a su debido momento.

¿Sabes una cosa, madre?
Creo que nunca te lo he dicho.
Lo peor del mundo no es que te insulten.  Ni que te traicionen. Ni que se porten mal contigo y, además, te digan que te lo mereces.  No. Lo más malo que le puede ocurrir a un ser, es perder la dignidad. Traicionarse a sí mismo.  Perderse el respeto.
Te cuento esto,  porque me has visto y has estado conmigo todos estos meses de duelo que llevo viviendo con vosotros.
No lloraba por separarme. No.
Todos esas miles de lágrimas eran para limpiar mi alma. Una ancha vía de apertura para ser penetrada por la verdad de las cosas.

Y Caminaba.  En en ese instante, breve y fijado para siempre. Me perdonaba.
Sentía una mezcla rara, indescriptible. De  avance.
Pensaba, en  que iba a ver a Raquel. Que iría, por fin,  al cine, a la Plaza de los Cubos por la tarde.
Que podría ser lo que quisiese, de nuevo.

Entonces, la llamada.
Tu cerebro sangraba.
Todo lo pensado, carecía de sentido. Y mis pies, como un autómata,  me condujeron  a Atocha. Para sacar un billete para un tren que me iba a reunir contigo antes de lo previsto.
En otras orillas.

Estuviste al otro lado. Pero volviste.

Y no es lo mismo.
El caso, es que nunca es lo mismo.

A veces,  las metamorfosis se aceleran, como un volcán o un terremoto.

De cómo voy ahora, no te digo nada madre: ya lo sabes en lo que hago y en lo que sientes.

Madre, eres la nota de cordura de mi vida.
Tardé en entenderlo: pero así es.
Sólo quiero decirte que te amo.

Somos gotas del mismo río.
Discurre rápido y se escurre entre las manos.
Hace cosquillas en el vientre del amado.
Llora y se esconde, para después dar saltos de la alegría.
Abarca con un abrazo sus pequeños afluentes
Agua que corre.
Agua para beber.

Agua.

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