viernes, 5 de febrero de 2016

De madrugada

Estupefacción.
Grandes dosis de cansancio y dolor.
Más, éstas, son sólo palabras separadas por grandes espacios en blanco.  De tal forma que pueden sentirse inconexas. Abalorios perdidos en las arenas del desierto.
Cuando en algunos momentos de este trance, estuvimos muy cerca del final, me atormentaba pensando qué que cosa era la que hacíamos tan rematadamente mal. Era un bucle que se repetía de manera muy parecida a hacía años.
Como si lo que ocurre obedeciese necesariamente a una lógica descifrable.
Es sólo que no entendía la lección a aprender.
Es sólo que no hay respuestas que sirvan a lo inexplicable.

Dolor es saber que se pierden los referentes. Y se ha de continuar, necesariamente, sin ellos. Cada uno un momento. De paso. De caída.
Y continuas el viaje. Aferrándote a lo que puedes. A lo esencial. Como son esos pequeños hallazgos en los aconteceres. Que ennoblecen y elevan un poco el paso respecto la gravedad.
Esos secretos que cada uno construye para ser.
El descubrir la ternura.
El dejarse traspasar por un amor profundo. Oculto durante tanto. Revestido, entonces, por una abrupta capa de rudeza.
Ver en los otros rostros el camino. Cuando no eres capaz de mirar el tuyo desfigurado por el cansancio.
Reconocer la fortaleza. Saberse poseedor de ella.
Cuando consideras que ya no más. Que no puedes. Después, siempre, hay otro más. Aun más duro.
Y también puedes con él.

Me quedo. Aquí, quieta.
En este cariño y estas nuevas formas. Apenas recién nacidas.
Pequeños puntos de tangencia. Palpitantes de emociones. Surgiendo. Creciendo.

Vivir.
Enfrentar el miedo.
Cada vez.
Ganar.
Hasta que no quede nada que deslustre el sentimiento.

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