En un pasado remoto, hubo un tiempo en que interpretaba el
mundo de espaldas a lo que éste emana.
Sin mirar a esos ojos, que silentes, escuchan la música modelada con las manos.
Cada mañana, la existencia se desplegaba en mi frente con todo el
color de su encanto. Más anclada en mi limitado pensamiento, sólo me percataba de
las ausencias.
Pues pensaba las cosas tenían que continuarse para
mi goce, per se, durante un tiempo
indeterminado. Más en inactividad, desaparecían.
Ocurrieron los momentos de fuga continuada. Hasta que no
quedo nada. Ni nadie.
Ni instrumentos. Ni espectador. Ni intérpretes.
Al morir su
aparente perpetuidad. Todo paró
Perdí la fugacidad de unos rostros en los que nunca me
detuve.
Entonces, no era consciente de ser el artífice de cada punto
que configura la curvatura invisible del espacio. De ser cada célula bulliciosa,
que vibrando en lo más alto, configura la vida.
Aun no había gustado el sabor de la fuerza de la clave de tu
cuerpo.
Piel de mi piel. Calor de mis entrañas. Aire de mi vuelo.
Aun no.
Hasta que fue.
Y es.
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