Era una luminosa tarde de primavera tardía, cuando llegó a casa.
Venía dentro de una caja de zapatos de cartón sin tapadera, a cielo raso.
Con una emoción de contento que le dibujaba en la cara una contagiosa sonrisa, mi hermana me entregó la caja, anunciando que era un regalo para mí.
Asomaba su preciosa cabeza y temblaba de miedo, quizás también de frío.
Era una preciosa cachorrita de algodonoso pelo negro.
Al tomarla en mis manos me pareció la criatura más bonita que hubiese visto nunca. Enseguida, la acurruqué entre mis brazos, acercando su pecho blanco al mío.
Mi hermana sabía lo sola que me sentía entre tanto bullicio y lo mucho que me gustan los perros.
Surgió la ocasión de poder adoptar uno y sin más la aprovechó.
Joplin, vino a ser el centro de mi existencia y la delicia de los niños de la calle donde vivía.
A finales de los setenta, en mi pueblo, no era frecuente que alguien que no fuese pastor, tuviese un perro en casa.
Yo me ocupaba de todo lo relativo a los cuidados y demás menesteres de Joplin. Esa fue la condición que me pusieron mis padres para que se quedase en casa: llevarla al veterinario, preparar su alimentación e ir yo a comprarla, ocuparme de su limpieza y ordenar lo que ella trastocase...
No recuerdo cuantos años tendría yo, pero unos nueve o diez años.
Todo esto lo hacía yo encantada, siendo consciente que recibía mucho más de lo que yo podía hacer por el animal.
Me sentía feliz jugando con ella, veía sus alegres ojos oscuros como me miraban y todas las inseguridades cotidianas y el ruido desaparecían.
Crecía y se hizo más preciosa, si cabe.
Recuerdo en los veranos, muchas tardes los chicos de la calle cogían toallas o telas grandes y se imaginaban que era un enorme miura y la toreaban.
Ella se volvía loca de contenta notando la buena energía que emanan siempre los niños alegres.
También era estío, aquella tarde.
Volvía a casa después de jugar en algún lugar cercano que ahora recuerdo.
Ese fatal verano, la casa estaba en obras. Entonces, no sabía yo que, a veces, construir un nuevo orden conlleva la aniquilación del orden anterior.
Entré y, como en un acto reflejo busqué a Joplin.
La llamaba y no acudía; no la encontraba por ningún sitio.
Más el corazón ya sabía lo que le mente apenas empezaba a vislumbrar: allí no estaba, no, y no volvería a estar jamás.
Cuando esto sucedió, había en la casa una única alma junto a la mía. Era un amigo carpintero que trabajaba allí en la cocina, cepillando una puerta.
Se acercó a mi y me dijo:
- Chica, no busques más que se han llevado a la perra hace un rato.
Tus padres se la han regalado a tus tíos de Madrid. Anda, ve a ver si aún no se han ido tus tíos del pueblo y se la pides.
Al escucharle, incrédula, sólo sé que me desplomé y me quedé en cuclillas a ras de suelo, sin poder soportar el intenso dolor de la primera brecha que se abría en la substancia de mi alma.
Permanecía inmóvil durante horas, en el pasillo, con la espalda pegada en la pared y la cabeza apoyada en las rodillas. Lloraba a mares.
Nadie se había molestado en decirme nada.
¿Cómo era posible?
Y era aún peor pensar, porque saberme invisible me dolía aún más que la pérdida.
¿Era eso necesario?
El carpintero, al verme así, fue a buscar a mis padres.
Les dijo que como podían hacerle eso a una criatura.
Más no sirvió de nada.
Nadie, excepto el señor carpintero, me ofreció consuelo.
Sentí la puñalada de la soledad doler como nunca.
Al llegar la noche dejé de llorar.
Y decidí comportarme como si nada de esto hubiese pasado. Decidí olvidar, sin entender entonces, que para curar tan enorme e innecesaria herida, sólo bastaba un abrazo, un enorme abrazo que me curase.