Habito cada rincón e intersticio de los instantes.
Avanzo.
Me expando hasta más allá de lo que, otrora, hubiese imaginado.
A ratos, involuciono.
Me reconstruyo modulando el aire en el refugio de tu pecho.
Con una sensación de extrañamiento, de no encontrar en mi, muchas de esas facetas espinosas que me dañaban. Esas densas estructuras a las que se aferraba el sufrimiento. Antiguas ideas. Cercos para el pensamiento.
El avance es dificultoso cuando la confianza se ha reducido a sus ralos cimientos. Queda sujetarse a sus restos, cuando se ha convertido en añicos.
La confianza es un elemento del plano terrestre.
Permite caminar con pies de plomo, en liviana carrera, levitar de puntillas, navegar en las aguas más turbulentas y volar.
Se genera en el centro de la energía.
No importa la edad del cuerpo. Crecer la confianza es lo que nos hace ser más grandes.
Si pienso en el devenir del tiempo, hace ya casi un año que derribé los primeros cercos de mi particular ambrada de espinos, para despejar las sendas hacia otra vida.
Es un proceso muy extraño el de exorcizar el pasado. Tanto que aprecias cada vez más la desnudez.
En este mismo momento, a cuatro metros del suelo, cualquiera de mis puntos de vista es una perspectiva abierta.
Empiezo a apreciar en las personas sutiles detalles que me gustan.
Tras mucho rondar por el cielo, apetece pasear por los paisajes humanos.
Hay mucho trabajo por hacer. Casi todo por aprender, aquí abajo.
Hoy debajo de un sol, que en los aledaños del estío, se torna solanero. Y derrama la gracia de su prana efesvercente sobre el mundo.
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