Esta tarde no podía ni quería despertar.
Soñaba con ella. Soñaba que no paraba de hablarme.
El timbre y el tono de su voz eran atemporales, como corresponden a una mujer en su plenitud.
Me decía muchas cosas. Me contaba esos secretos cómplices que no se recuerdan en forma de algo anecdótico o como una historia, sino que se sienten como posos de gracia dentro del ser.
En el sueño, ella era una fortaleza y era muy sabia, pero sobretodo era madre, mi madre. Me invitaba a reconocer la gran fuerza que hay en mi y notar el gran cambio que ha supuesto el devenir de los últimos acontecimientos en nuestro interior.
Cuando me he podido despertar, me rondaba una idea parecida a estas palabras:
hasta ahora, casi todo lo que nos han enseñado en la vida y lo poco que hemos aprendido es un comportamiento condicionado y sencillamente se trata de ser.
Hay mucho momentos en los que echo en falta escuchar su voz, poder hablar con ella. Pero, ahora, apenas si puede articular algunas palabras con sus labios.
Pero, de alguna manera, nos habla a todas a través de los sueños. Y en ellos está presente su espíritu.
Y cuando nos despertamos, lo recordamos.
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