martes, 14 de junio de 2016

De cuando miras de refilón un espejo

Una mañana, de hace mucho tiempo, pintaba en este mismo lugar una acuarela de este edificio:



Se trata de la residencia Winton de Frank O. Gehry.
Coincidía que, mientras pintaba, mi padre llevaba largo rato observando lo que hacía.
Y justo, cuando decidió marcharse, sin poder contener el comentario, dijo:
- Hija, yo no entiendo mucho. No sé si estás haciendo bien el dibujo bien o mal, pero eso que estás pintando no tiene mucho lustre.
Aquí, en mi tierra, a parte de su afección de esplendoroso, se habla de lo lustroso como algo bien proporcionado y de buena presencia, algo que en su categoría se encuentra exento de belleza y, por tanto,  no puede pasar por hermoso.

No sé porque me estaba acordando ahora de este edificio. Bueno, si y no.
Después de todo este tiempo, ahora observo las fotografías y me parece una construcción de piezas que se yuxtaponen como en los juegos de bloques de un niño aumentadas de escala hasta crear un espacio habitable. Algo así como los primeros silabeos de un niño que está aprendiendo a leer el alfabeto escrito.
No sé si es o no arquitectura.
El caso es que no me gusta. No me inspira belleza.

Ese día, acerté a contestar a mi padre:
- Es que es un edificio muy extraño.

En realidad creo saber lo que me pasa. Será que he encontrado una imagen para evocar otro tiempo. Pues, hubo un tiempo en que éramos jóvenes. Hasta mi padre lo era. Incluso hubo instantes en los que fuimos felices.
Quizás, lo que siento, es tan sólo un anhelo de esa poesía que llevabas dentro y a la que no supiste entregarte.
Quizás es que te echo de menos y aunque sé que ya no estás, desde hace mucho, no logro acostumbrarme.
Porque, aunque soy fuerte, lo sería más aun con tus abrazos.
Ya se cerraron las heridas, padre. Esas que, en tus pies, tuvieron que marcharse.
Y ahora, es cuando empiezo a comprender las ventajas de ser la más pequeña en un universo que es tan grande.

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