sábado, 5 de diciembre de 2015

Esos rostros

Esos rostros en los que hace tanto tiempo que no te ves, pensaba.
No se si será por eso, que pregunto a mi madre que dónde está su juventud.
Me contesta, de inmediato, un:
-¡Qué se yo dónde está, si yo no la he visto!
(La abuela, aunque parece que está en su mundo, sabe).
Al rato, reconsidera, y me dice:
- Recuerdo a mis hijos jóvenes y a tu padre joven. Entonces, yo sería también joven.
Lo dice con un poso de desencanto.
Pues claro que fue joven. Y muy hermosa. Y fuerte.

Esos rostros de la infancia, o de hace muchos años, que vuelvo a ver después de tanto tiempo. En mi memoria, a veces eran niños. Ahora son adultos con sus hijos y están viejos.
Me pregunto si yo también seré así. No lo sé. Es muy extraño lo de la apariencia del cuerpo.
Salvo contadas ocasiones, nunca fui muy amiga de los espejos.
Está este cuerpo físico que tenemos de prestado. Al que tanta importancia le damos. Y que es uno.
Con su cara. Con sus facciones.
Pero la manera que tenemos de conocer nuestro ser, es a través de los rostros de los otros. Ahí justo donde se detiene nuestra mirada, libre de juicio.

Ayer me encontré a una amiga de la niñez que hacía, no sabría decir cuanto, no veía. Muchos años.
En realidad nos cruzamos, nos rebasamos y ,después, retrocedimos para saludarnos.

Existen unas cuerdas invisibles que nacen del corazón y que se prolongan más allá del cuerpo para reconocer a alguno de sus habitantes.

Esos rostros, sinceros, de la niñez en los que se construyeron esos hilos o fibras invisibles que te mantienen unidos a ellos más allá de la distancia y el tiempo. Están ahí, siempre.

Entonces, ocurre: ves esa cara querida que se ilumina cuando te ve. Los mismos ojos oscuros de esa niña con la que compartiste momentos únicos. Esos secretos que van más allá de las palabras.
Y esa parada, ese saludo, (como tantas), es una mera excusa para volver.
Volver a esos instantes preciosos, que se prolongan dentro de otros instantes para generar instantes nuevos.

Después, sigues. Te conoces en el rostro del cielo azul más poderoso. En los jirones de nubes que se transforman a cada instante en geometrías imposibles. En el suelo que fue de piedra, en la cúpula que parece una bola de helado gigante. Sigues. Te detienes. Y sigues.

Y ves a esa niña morena de pelo tan largo (que ni las hadas), saltando a la goma, haciendo acrobacias sobre sus tacones de aguja imposibles. Y te imaginas chispas que salen del suelo a cada uno de sus saltos. Y te ríes. Y sigues.


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