martes, 27 de septiembre de 2016

Tu rostro mañana





Cada noche, al terminar su representación, antes de abandonar el alma de su personaje, dirige sus ojos vacíos de imágenes hacia la tierra con reverente solemnidad.

Después, inclina levemente la cabeza. Por un solo instante,  mira hacia el suelo y, entonces, se fija en un punto indeterminado. Así es como logra volver a su ser.

Volver.
Regresar desde ese vasta indeterminación en la que habitan las emociones y los estadios que definen lo humano.

Volver.
A la desnudez de su rostro sin máscara. A ese otro rostro que tampoco le pertenece. Esa extraña parte del cuerpo que no puede verse sino reflejada en las aguas cristalinas de la calma.

Reflejos, imágenes efímeras del transitar mundano. Esas dos pequeñas caras que se ven por duplicado en los ojos amados.

Ese rostro que se esconde entre las manos cuando está totalmente descompuesto por la triste soledad del llanto más amargo.

Aquel otro que busca consuelo apoyado en el hombro amigo.

El sonrosado rostro que descansa, ahíto de placer en la calidez del pecho amante.

El rostro que ríe tanto, con tanta explosión contenida de vida, que enrojece hasta no poder más, hasta llorar de la risa.

La cara de indescriptible plenitud que ve por primera vez a su hijo al llegar al mundo.

El rostro mira sin ver hacia el cielo del teatro, cegado por la luz de los focos e intuye esos otros rostros de rasgos indefinidos que con admiración le observan. Piensan, en un secreto a voces, que es sólo a cada uno de ellos a quien mira cada vez.

La función, termina. La máscara cada noche cae. Entonces, queda un rostro invisible, lleno de facetas,  proyecciones en las que conocerse a través del gran semblante del mundo.


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