sábado, 17 de septiembre de 2016

Sala de espera

Abstraída en mis pensamientos, esperaba el momento de entrar. Era el último turno de la jornada. Como todas y cada una de las veces, lo aguardaba con ansia, con esa ambigua sensación de desear y temer.
Desear saber, desear sentir y el temor. El miedo latente de que pudiese haber sucedido algo inoportuno.
En esos diecinueve días, el tiempo se había convertido en una magmática y extraña cosa. Sentía mi cuerpo, como brotaba de él un amor máximo. Notaba su punzante y rara mezcla con un dolor contenido, el desgarro de una constante incertidumbre.

En esa espera, llegó ella.
La primera vez que me encontré con su rostro, transmitía una sensación de extrañamiento, de incredulidad. La mirada de sus ojos era como esos ojos que miran a un punto indeterminado, ojos miran sin ver en un acto reflejo de aparente normalidad.
Su expresión era de extremo cansancio, con las imperceptibles huellas que agotan los músculos de la cara en el parto. Sin embargo, ella irradiaba una serena belleza.
Intentaba, sin mucho éxito, sujetar su miedo y su llanto. Pero se le notaba y no podía.
No recuerdo quien de las dos comenzó a hablar primero a quien. En realidad, ¿qué importancia tiene?
Si ya habíamos estado largo rato hablando con nuestro corazón, en esos breves instantes.

Me atreví a preguntarle, qué con cuantas semanas había nacido su bebé, algo muy importante en estos casos.

Así es como nos conocimos esta bella persona y yo.

Le dije lo que sentía: que son niños muy especiales y muy fuertes y que todo iba a salir bien, como así fue.

Lo que más recuerdo es la expresión de sus hermosos ojos verdes. Y su emoción al poder ver, por fin, su preciosa hija.

En las situaciones límites de la existencia que se comparten de buen amor, se crean unos vínculos muy hermosos, fuera de toda convención.

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Mucho antes de lo esperado, hijo, viste la luz del mundo por vez primera.

La vida se expresa en ti a través de tu encanto único y tu divina esencia, amor.

Y desde el primer momento que supe que existías, era consciente de que no quería que la vida parase.

En esos tus primeros días, en las horas de la noche que yo no podía estar a tu lado, pasaba la madrugada desvelada y mirando incesantemente el reloj: una vez, otra vez,...una vez más. Prefería no dormir, estar alerta a despertarme con una fatal llamada. Es absurdo, lo sé, pero es así como pensaba.
Pensaba que si detrás del incesante tic tac del reloj, sólo había silencio, significaba que todo iba bien.

Pero ocurre que cuando observas sin descansar el cerebro el mecanismo que se supone mide el tiempo, comprendes que es una trampa, que debes salir de ahí, de él, del pensamiento del tiempo para que no te arrastre, para poder fluir y ser con la vida.

Cuando naciste, no pude cogerte entre mis brazos.
No sucedió ese momento como algo idílico, como el instante que imaginas con ilusión cuando estás embarazada.
Naciste fuerte, como eres.
Tampoco me permitieron ver tu cara.

Fue todo intenso, inesperado.

Al principio, me sentí aterida. Y después del parto desgarrada por el dolor físico y por otro más profundo: el de no poder cogerte, ni verte.
Sólo atisbé, durante unos instantes, a verte salir de mi vientre, cabeza abajo, enroscadito. Estabas de espaldas y pude ver tu abundante pelo negro. Pero enseguida te envolvieron en una manta térmica y te llevaron a la UCI de neonatos.

Yo me quedé allí, en la enorme sala, sin saber como reaccionar, con el sexo descubierto de recién parida, ante un grupo numeroso de fisgones residentes que querían ver un prematuro tan pequeñito y que ya se dispersaba.

Sentí rabia. Y soledad.

Una vez quedé en intimidad con la matrona, le pedí por favor que si no le importab, me pusiese anestesia (ahora así) para coser la barbaridad que acababan de hacerme.

Nadie hablaba. Ni un buen gesto. Todo muy aséptico, muy de quirófano, que era donde estábamos.
Yo veía sus ojos que me hablaban. Era como si debiera esperar lo peor.

A veces, soy muy fuerte y creo lo que a mi me parece. En realidad no es creencia, es sentimiento.

Y lo peor era la espera. Y el enorme vacío.

Se habla mucho del vacío. O se escribe. O será que a mi me llama la atención y lo leo. No el vacío, lo que se escribe respecto de él, claro.

Un vacío, pudiera ser un gran agujero metafórico que succiona con fruición un espacio y tiempo determinados, para poderlos hacer soportables. Pudiera... claro.

De ordinario, casi nada es como pensamos. Pero como necesitamos referentes, nos aferramos a lo que podemos. Primero, a la ley de la gravedad, que bien pronto de los brazos de los padres y de sus manos pasamos a ras suelo. Y algunos, con gran esfuerzo, nos convertimos en acróbatas.

Después, y en este orden, nos aferramos a las leyes de lo probable. Éstas otras son las más difíciles de soltar de la mente, pues nos enseñan el mundo en base a la comparación de una fenomenología que se repite.  Por extensión y tristemente a casi todo (del compararse, hablo).

Cuando eso, que es  poco probable nos ocurre a nosotros, nos asusta mucho.

Y si es algo que atenta contra las leyes de lo desconocido, la mente y el cuerpo se disocian y cada uno hace lo que puede por apurar el trago.
Y el trago termina pasando, justo ese cáliz que has de beber sin remedio.

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De hospital en hospital.
Volvía a casa del hospital de ver a mi madre, que estaba muy grave. En tren.

Entonces, el tiempo que se media de tren en tren.

Ese tiempo, ya no existe.

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Fueron  dos meses muy intensos y extraños, ésos que nos unieron y que vivimos en el hospital.










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