miércoles, 7 de septiembre de 2016

Debajo de la almohada

Anoche estaba acostada en la cama, boca abajo. En un momento dado, me encontré metiendo  las manos debajo de la almohada buscando algo. Era un gesto que recordaban las manos por si mismas sin haber sido procesado siquiera por el cerebro. Después de hacer el gesto instintivo, entendí lo que hacía: buscaba caramelos bajo la almohada,  caramelos Snipe de sabores de frutas. Pero ahí no había nada, claro.

Esos caramelos, y no otro dulce cualquiera,  eran los caramelos de mi niñez, ésos que dejaba mi padre debajo de la almohada en las escasas ocasiones que estaba en casa.
Trabaja fuera. Venía cuando podía.

Los caramelos eran "per se" un símbolo de muchas cosas, de realidades muy contradictorias. Esto, entonces, no alcanzaba a verlo de la manera que ahora lo entiendo. Por una parte, eran un símbolo de concurrida espera. Cuando se producía el deseado encuentro, éste se desarrollaba en el dormitorio, a oscuras, en mitad de un sueño infantil, a tientas, sin un recuerdo de besos. Era tacto y olor. Olor a él, mezclado con un olor acre del tabaco y el alcohol cuando impregnan la piel.
Después de él llegaba el puñado de caramelos deslizándose bajo la almohada, la dulzura, concentrada, envasada, esa que no se permitía como padre, a la que rehusó con sus continuas ausencias: las ausencias obligadas y las que él elegía.

A la mañana ya no estaba, se volvía a marchar de nuevo.
Sólo habíamos compartido la familia con él los escasos momentos de las comidas. Después se iba.
Siempre era igual, del trabajo a la juerga. De vuelta a casa de madrugada, al escaso descanso, con una tremenda borrachera.
Es curioso, en aquella etapa, bastaban unas escasos segundos para ejercer de padre. Y sin embargo no podría saber nadie más que él que es lo que rondaba su corazón.

La realidad es una cosa muy compleja y extraña.

Mi padre era un hombre muy lúcido, cuando estaba sobrio. Con un agudo sentido del humor.
Tenía virtudes que quedaban relegadas y ocultas por faceta menos amable.
Tenía un semblante terrible, que la vejez y nuestra madurez fue atenuando.

Cuando decíamos a los amigos del colegio o de la calle de venir a mi casa a jugar, preguntaban siempre que si estaba mi padre. Y si la respuesta era afirmativa no se atrevían a pasar, no lo hacían vaya. Nunca.

De alguna manera, quizás, les inspirábamos compasión a nuestros amigos.

De todo, de mi infancia, de la de mis hermanos, lo más grave de esta situación fueron los insultos a los que nos sometía continuamente. Daba igual lo que hicieras porque siempre parecía estar todo mal y cualquier cosa era la excusa perfecta para formar un drama y una bronca desmedida.

A medida que me iba haciendo mayor, consideraba con mucha frecuencia, si habría algo que yo pudiese hacer para que su comportamiento parase.
Dicen que el ser humano se acostumbra a todo. Y esta es una de las grandes mentiras que se dicen y se repiten como un mantra.
Ocurre que el ser humano sobrevive a las situaciones límite, peor que mejor, pero jamás se acostumbra al sinsentido y a la crueldad.

Aunque al hacerse abuelo cambió, en esos momentos de la niñez ni siquiera me planteaba la posibilidad remota de una caricia o un halago. Es más, acostumbraba a ponernos por ejemplo a otras personas que le parecían mejor que sus propios hijos para humillarnos.

Tan sólo deseas que los insultos paren.
Vives cada día con la vana esperanza de que así sea. Pero no.

Muchas veces me pregunto de donde aprendimos el cariño.
Mi madre es de otra forma. es una persona muy tranquila y pacífica. Ella estaba enferma en la cama casi siempre, supongo que era una reacción inconsciente de no saber que hacer con todo esto que ocurría. Se llevaba fatal con mi padre y discutían todo el rato. Bueno, en realidad no lo sé. El caso es que vivíamos un poco a nuestro aire. O un mucho.

¿Qué ocurre cuando te maltratan?

Ocurren muchas cosas terribles, pero de todas, la más compleja y difícil de resolver, es que andarás gran parte de tu camino, de tu vida, sin saber lo que es la confianza. Sin saber como es tu ser interior. Te identificas con esa persona asustadiza, insegura y miedosa en la que te has convertido si no has sido lo suficientemente fuerte. Hasta que comprendes que eso es sólo un traje a medida que te vas haciendo para adaptarte como puedes a las circunstancias: sobrevivir, claro.

Pero llega un momento que lo empiezas a comprender. Y te das cuenta de que si excavas bien el yacimiento arqueológico de tu historia personal, puedes desenterrar muchas cosas (en este caso útiles de saber) y desecharlas por fin.

Anoche no podía dormir. Buscaba con las palmas abiertas de las manos, sin pensar, caramelos Snipe y encontré mi soledad. En los muros de la niñez resonaban ecos de sentimientos que quedaron presos en su espesor.
Claro que no había caramelos.
Tampoco están ya esas manos que ponían caramelos porque, quizás, no sabían expresar de otra forma el amor.
Y lo mejor es que ya no hay ruido que hiera mis oídos de insultos: hay paz.

Hubo un tiempo en que al hablar de mi padre con mis más íntimos, decía que a pesar de que era así él, yo en un momento dado decidí quererlo. Y tomé la decisión de quererlo, decía. Como si la química que mueve las decisiones tuviese algo que ver con la lógica y el raciocinio.
No. No era una decisión. Es lo que siempre había sentido, pese a todo el dolor.

Ahora, sé, que esto no es cierto:  no funciona así esto del amor. Se manifiesta o no, pues el amor no conoce de realidades fraccionadas, ni de verdades excluyentes. Es o no es.

Así es que él es en mi, todo el rato. Desde que soy. Para él, para quien elije el corazón.

El corazón es un palacio de sólidos muros, que se elevan desafiantes hacía las nubes de tormenta, sus sillares son transparentes para quien sepa ver con los ojos del alma. Sus habitantes se cuentan por millares y puede hacerse tan grande como varias galaxias.

En su larga y dolorosísima agonía, lo sintió plenamente en su ser.
Es por lo que contra todo pronóstico no podía marcharse.
Decía: un poco más y lo repetía cada vez que salía de su estado de tránsito.
Entonces, sólo quería dar beso y abrazos.

Nunca es tarde para llegar a él, porque aunque pensamos que tenemos uno cada uno y que es algo propio el gran palacio transparente es único. Sus puestas están abiertas para quien quiera a él llegarse.

Por eso me gustan tanto estos versos de Rumi:

Ven, ven, quien quiera que seas:
Trotamundos, fiel, amante del amor: 
¿Qué importa?
Nuestro camino no es de desesperanza.
Ven, aun si has roto tus promesas
cientos de veces:
Vuelve, ven de nuevo, ven.


A mi me llega muy hondo y es uno de los poemas más hermoso.
















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