Muchos imperfectos muros caerán, hasta hacer visible lo
posible.
Te supe desde el mismo instante en que naciste en mi.
Ese
día, todos alababan mi luminosa belleza, la tuya.
Muy temprano, noté las cosquillitas de mi pequeño bebé que
bailaba en mi vientre.
Por las mañanas, nos gustaba escuchar música. Yo dibujaba y
tú enlazabas los trazos digitales con las notas sonoras en clave de sol:
pequeños saltos de alegría.
A veces, las cosas suceden de una manera distinta. Tan
inesperadamente distinta que nos asusta mucho.
Desperté en un mar de agua.
No entendía.
Me puse de pie. Salía agua de mi.
Más, no podía ser, me decía. Es demasiado pronto. Es muy
pequeñito aún. Esto no puede estar ocurriendo.
Sentí tu miedo con mi miedo. Y como te encogías. En un
espacio mínimo para nadar.
Hay pocas cosas que se saben en la vida. No es necesario
saber muchas, en realidad.
Esa mañana, cayó el muro que transmuta el orden del tiempo y
de los acontecimientos.
Salí fuera de los dolores del cuerpo y entré en mi, para
hablarte de la belleza del planeta.
Imaginaba para ti los más hermosos lugares jamás visitados.
Me decías, que estabas bien.
Mientras, lentamente, muy despacito, te ibas preparando en
un lento girar, para salir al mundo.
Te veía mayor, como el hombre alto, esbelto y excepcional
que eres. Inventando cosas sencillas.
Tus primeros días en la Tierra fueron un transitar en tu
pequeña nave espacial transparente.
Recorría tu diminuto universo estelar con la punta de mis
dedos.
Y al séptimo día, por fin, pude acogerte en mi pecho: al más
delicado y fuerte de todos los niños, mi hijo.
En un onírico tempo aprehendía todos tus gestos hasta
saberlos míos. Tus labios, con la voz de mi corazón se tornaban en sonrisas.
Abrías un único ojo, en forma de guiño burlón. De esos que
se hacen, cuando se gana la llegada.
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