Supongo que habrá pocas personas en el mundo que hayan visto
caer un rayo a su lado y que ha vivido para contarlo. Mi madre es una de esas
personas.
Así es que cada vez que intuía en el cielo una poderosa
tormenta, miraba con temor a nosotros sus hijos, nos reunía a los cinco y nos
metíamos los seis en la cama a esperar que pasase.
Eso sí: antes siempre
hacía el mismo ritual. Cogía unas ramitas de olivo del Domingo de Pascua. Y se
las ofrecía a Santa Bárbara (de la que no me acuerdo nada más que cuando truena).
A veces, yo las lanzaba hacia el cielo. Me figuraba que la
santa bajaría a recogerlas y así podría verlas. Nunca ocurrió, Más no por ello
dejé nunca de hacerlo, siendo niña.
Sé que todos ansiábamos ese momento.
Es de los pocos que teníamos de intimidad con mi madre. Y en
el que había cariño, abrazos y misterio.
Cada vez que huele a tormenta, me da un vuelco el corazón.
Pero no de ese miedo que sentía mi madre y por el que nos protegía. Es el
recuerdo de la emoción de los momentos en que sentí intensamente a mi madre.
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