Esperar. Parecía la función que más había experimentado en la vida.
Esperar. En esa vaga sensación de que algo estaba ahí, afuera, ajeno.
E iba a suceder de manera extraordinaria.
Todos esos momentos entre trenes que no llevaron a ninguna parte.
En volandas de férreos surcos de ondulado movimiento.
Hasta que tomas ese último tren en el que la casilla del destino está vacía.
Llegas a ese instante último en el que tu mente deja de hacer recorridos imaginarios.
Vuelves al origen.
A tu Ciudad Real.
Existe lo extraordinario.
Es de una hermosura máxima.
Te acoge entre sus brazos sin que tú seas siquiera consciente de ello.
Y con el calor de su pecho, deshiela el centro de tu ser.
Sintiendo contigo todo ese dolor...
Con su aliento logra hacerte respirar de nuevo.
Y, entonces, con su amorosa ayuda, te hace volver la mirada hacia lo que eres.
En un instante en el que encaja todo el mapa de tu existencia.
Habrá más trenes en el segundero del reloj.
Y así, poco a poco, juntos, construiremos un castillo.
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