La energía de las emociones impregna los espacios, penetra en los muros que componen las paredes y evita los recovecos donde se esconde el olvido.
Las emociones ascienden como una tupida yedra hasta llegar al pecho y alcanzar el tejado. Cuando logran llegar hasta allí, se liberan para siempre.
El espacio emocional está compuesto de una finísima estratificación de los diferentes estadios de la esencia pura de la vida.
Es un tejido compuesto por el devenir de los acontecimientos que se suceden entre seres que entrelazan sus almas.
Se piensa en pasado. Más es presente. Presente en las presencias.
A veces, no puede verse. Aun procedente de lo más remoto, se siente. Algo parecido a lo que llaman radiación de fondo.
De repente te sientes sonreír. Y notas alegría. Te llegan esos abrazos y risas que forjaron la infancia. Quizás, lo llamamos nostalgia, pero las emociones son un universo frente a un solitario concepto.
Aquí estoy, sumergida, en el ambiente más remoto de concentración y de estudio de una determinada sala. Pierdo la noción de todo lo ruidoso, para encontrar instantes muy felices de fuentes muy diversas. Ya sea una compleja ecuación diferencial a la encuentro por fin solución, tras mucho rondarla. O largas veladas jugando a aprender filosofía, sobrevolando el reino de los sueños ajenos.
Fuera, en los patio, se adivina en una nube, el olor a ozono que antecede a la lluvia y el recortarse de los móviles astros sobre un techo de cielo.
Las sábanas blancas, henchidas de vientos. Su crujir reseco en pleno verano.
Todas esto, cosas y objetos se mezclaron con las sensaciones y emociones y se convirtieron en el sutil y complejo código de lo que aquí somos. En una expresión aproximada.
En la vacía despensa, noto su meticuloso orden, sus deliciosos olores. Y siento hambre.
El ahora, es el filtro de todas esas resonancias que dentro de la casa permanecen.
Y así es que la casa vive, mientras exista la armonía de un corazón que desee cobijarse dentro.
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