Tú eras para mi un pequeño duende tajando brechas de savia en medio de la grisura cotidiana.
Hubo un tiempo en que decía que de mayor quería ser como tú.
Eran vanas palabras aquellas.
Te hice idea por miedo a conocerte.
(Por miedo a conocer pues ¿qué distancia hay entre los "tues" y los "yoes" en el alma?
No supe apreciar los paisajes que me ofrecías con tu amor.
Sí: ese amor sobre el que escribías que era mejor no hablar.
Ahora bien lo entiendo, claro.
Apareciste en mi rutina en forma de voz.
Al principio, llamabas con cualquier excusa, inventando supuestas dudas normativas respecto de alguno de tus proyectos.
Desde el momento cero, supe que te importaban un bledo las dudas, los proyectos y todo eso que venía a ser tu oficio.
Aburrido por el insulso pasar de los días. El triunfo del tiempo y el desengaño: ya se sabe.
Rendido, quizás, ante la evidencia de tener que tolerar lo que es establecido y fingir con algo de dignidad ser el motor de las cosas relativas a tu profesión.
Al poco de esa primera vez que se perdió en la memoria, sin transición alguna y como si fuese lo más natural del mundo, comenzamos a tener largas charlas, siempre animados por los momentos tan divertidos que inventábamos llenos de ironía y la reducción al absurdo de casi todo lo que nos pasaba por la mente. El caso era reír. Reírse de la farsa que la mayoría de los mortales se toma tan a pecho en representar, algunas veces con notoriedad y fama.
Poco a poco, las largas conversaciones comenzaron a ser la única motivación para cada uno de esos días de ese transitar tan extraño.
A veces, recordábamos una cita que nos rondaba en esos momentos por la mente, alguna lectura que teníamos entre manos o, sin más, por mera curiosidad, hablábamos de un autor concreto. A los pocos días recibía en casa un regalo tuyo en forma de libro relativo a algo que intuías había llamado mi atención.
Una mañana apareciste en mi lugar de trabajo.
Fue un encuentro raro y conmovedor. No lo imaginaba: en el grado de abstracción que me relacionaba contigo me parecía estupendo, ni tampoco lo esperaba.
En una primera instancia, nada más verte, me pareció que eras alguien que había venido a visitarme desde una remota galaxia. Raro y peculiar hasta en la expresión corporal, como no podía ser de otra manera.
Semejabas ser de luz, un ser transparente. Me daba la sensación de que te sentías algo incómodo, algo así como atrapado en la fragilidad de tu cuerpo.
Te sostenías, a duras penas, sobre la tiranía de unas muletas.
Yo no sabía, entonces, que llevabas años sin salir de tu casa- mastaba que al final de tus días convertiste en tu hogar.
Recuerdo algunos rasgos peculiares de tu casa: el inusual encuentro de su geometría con una enorme chimenea "corbuseriana" que emergía en uno de sus laterales, empotrado en él como un enorme falo.
Lamentabas no haber podido construirla de hormigón armado por entero (la chimenea sí lo era). Sin embargo, amabas los ejemplares de su hermosa biblioteca que querías regalarme y sus jardines.
El día que nos vimos por primera vez, ignoraba que después de mucho, de nuevo, respirabas el mismo aire que el resto de las personas, tras una larga y dolorosa convalecencia y demasiadas penurias.
Decías bromeando, que debías de haber sido muy malo en otras vidas para verte reducido a tan incómodo reducto y sufrir tantos dolores en tu cuerpo.
Luego, añadías que lo mejor de ti era tu voz de Frank Sinatra y tu porte elegante. ¡Bendita ironía!
Recuerdo el estruendo de tu risa, como una suerte de eco salido de ultratumba.
No sé porqué decía que de mayor quería ser como tú.
Quizás fascinada por el deseo de emular tus viajes, con destino a cualquier parte y de los que desconocías si habría retorno.
Te imaginaba solitario, en tu moto, joven, varonil y lleno de vida.
En ese mismo tiempo, yo exponía muy alegremente (si venía al caso), que no me arrepentía de nada de lo que había hecho en la vida. Sí: esas cosas decía.
En la obscuridad de mi mente, me perdían las palabras.
A lo más que ha de aspirar uno (una) es a ser una misma.
No debí marcharme sin despedirme de ti.
Ocurrió esa rara excepción...pero me marché.
No. No supe apreciar tu mundo, ni pude crecer contigo. Huí.
Estos días, consideraba a ratos, que no existe mayor anclaje hacia algo o alguien que una huida.
Es dejar una obra incompleta que no te das la oportunidad de concluir. Y te quedas en una especie de retorno hacía ese " Y si...
Sin saber nunca que hubiese pasado si..., habiendo trastocado para siempre el devenir de los acontecimientos.
Leo a Borges. En esa mitad que aún conservo de sus obras (ahora)
incompletas, regalo tuyo.
Paré un rato bueno en esta poesía:
El cómplice
El cómplice
Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
Me engañan y yo debo ser la mentira.
Me incendian y yo debo ser el infierno.
Debo alabar y agradecer cada instante de tiempo.
Mi alimento es todas las cosas.
El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.
Debo justificar lo que me hiere.
No importa mi ventura o mi desventura.
Soy el poeta.
Si vivieses aún, imagino que charlaríamos y seguiríamos riendo mucho. Te comentaría que en su día no me llegaba, aunque sería más propio decir que yo no llegaba a Borges. Sin embargo, ahora, aprecio las poesías de Borges.
Es el sentimiento de totalidad lo que expresa este breve poema, el que se encuentra en el alma del poeta expresando el alma del mundo.
De seguro tú pensarías algo bien distinto.
Eso es de lo mejor de la vida: complementarse sin juzgarse.
Mientras leía este poema, acabo de recordar porqué me regalaste estos libros de Borges (digo la excusa, el porqué es que te dio la real gana, claro).
Fue un día que me contaste el cuento de la Historia de los dos que soñaron.
Hay maneras tan sutiles, tan imprevistas y tan hermosas de formar parte de la memoria y de los sentimientos de otra persona.
Ahora ocurre que ya no estás.
Que nuestros caminos se bifurcaron en alguna ignota Mancha de la memoria.
Estoy de retorno.
Y, por fin, he desenterrado el tesoro que había bajo mi fuente.
Pero nadie lo sabe ni lo sabrá nunca, excepto tú que me miras con tan buenos ojos.
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