Recientemente un discípulo pensativo (como Critón) me preguntó: "Maestro, ¿cómo puede uno aproximarse bien a la muerte?". Yo le respondí que la única manera de prepararse para la muerte es convencerse de que todos los demás son gilipollas.
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Critón me preguntó entonces: "Maestro, ¿cuándo tengo que empezar a pensar así?". Yo le respondí que no hay que hacerlo demasiado pronto, porque el que a los veinte e incluso a los treinta años piensa que todos son gilipollas es un gilipollas y nunca alcanzará la sabiduría. Hay que empezar pensando que todos los demás son mejores que nosotros, y luego ir evolucionando poco a poco, tener las primeras débiles dudas hacia los cuarenta, comenzar la revisión entre los cincuenta y los sesenta, y llegar a la certeza mientras se avanza hacia los cien, pero preparados para liquidar a cero cuando llegue el telegrama de convocatoria.
Convencerse de que todos los demás que nos rodean (seis mil millones) son gilipollas es fruto de un arte sutil y sagaz, no es una aptitud natural del primer Cebes con un pendiente en la oreja o en la nariz). Exige estudio y esfuerzo. No hay que acelerar las etapas. Hay que llegar suavemente, justo a tiempo para morir serenamente. El día antes conviene pensar que hay una persona, a la que amamos y admiramos que precisamente no es gilipollas. La sabiduría consiste en reconocer en el momento preciso (no antes) que esa persona también era gilipollas. Sólo entonces se puede morir.
De modo que el gran arte consiste en estudiar poco a poco el pensamiento universal, escrutar las costumbres, controlar día a día los medios de comunicación de las masas, las afirmaciones de los artistas seguros de sí mismos, los apotegmas de los políticos descontrolados, los sofismas de los críticos apocalípticos, los aforismos de los héroes carismáticos, estudiando las teorías, las propuestas, las apelaciones, las imágenes, las apariciones. sólo entonces, por fin, alcanzarás la perturbadora revelación de que todos son gilipollas. En aquel momento estarás preparado para el encuentro con la muerte.
La bustina di Minerva
Umberto Eco
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