jueves, 12 de enero de 2017

Arquitectura efímera

Sí, lo sé: si tuvieses corazón te conmoverías.
Yo, siento como lates y ardes, aunque no sea yo la causa de tus mareas.
¡Dios no lo permita!
Sería gravitar sin remedio en el frío eterno de la noche.

¡Qué cosas tan triviales tenemos los humanos!
Por un infinitesimal instante me pareció posible.
¿Cómo no ibas a amarme?
Sí, en lo más intenso de mi sentir eso me decía.
Como si los corazones se rigiesen por alguna especie de reciprocidad matemática.

Hace poco, sin llevar más que el vestido confeccionado con mis miedos, pude cruzar al otro lado.
Envuelta mi mente en su caos, entre todo el torbellino de las piedras, el mayor impulso para poder continuar era la fuerza de la mar profunda de tus ojos y la certeza de que allí estarías, esperándome, al atravesar todo espacio y tiempo.
Más las certezas habidas y pensadas se disuelven rápido entre los intersticios de la nada.

¿Sabes?
No fue mi centro de gravedad permanente lo que encontré.

¿Quién necesita latitudes y longitudes cuando la fuerza de lo grave desaparece?

Estoy empezando a sospechar que ese mundo de transición de las almas pecadoras que en la fe cristiana denominan purgatorio, semeja demasiado a este mundo de maya en el que, en ocasiones, acomodamos la supuesta realidad.

No se trataba de huir, de seguir huyendo de mi. No.

No iba a continuar muriendo en vida entre los volúmenes baratos de una pequeña biblioteca, sostenida en la desgana y con vistas a la desilusión.

Descubrí en mis cenizas una chispa aún caliente y, a partir de ella, poco a poco aprendo a hacer un gran fuego, silencioso y secreto, para que nunca sienta frío el alma.

Quiero descubrir cada una de las notas de mi esencia, expresada en cada palabra, en cada pausa, en cada momento y manera en los que se manifiesta mi ser,  porque así me place hacerlo.
Me gusta saberme compleja, plena, con la curiosidad siempre a flor de piel.

Se trata de construir lo que soy.

Al principio,  temblando de pudor al desvestirme, pues había olvidado que soy hermosa. También había olvidado lo más importante: el motor de mis latidos.
Después, aceptando cada arruga, cada gesto, cada error, los ingredientes fundamentales que componen la humanidad que hay en mí.

Hace mucho, me decía un amigo que hay que atender a aquello que se nos dice, esas cosas que no son evidentes, que se nos insinúan.

Yo añadiría, que hay que prestar todavía más atención  a esas otras cosas que nos decimos a nosotros mismos, en la matriz de lo que consideramos que le estamos diciendo al otro, a los otros.

Ahora sé, que cada uno construye a su manera.

La casa que yo he decidido construir es itinerante:  así leo y escribo allá por donde tenga a bien parar un rato.

Mi hogar mora en una hermosa arquitectura efímera, construida por la cubierta y que crece con el orden de lo que yo soy.














































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