domingo, 29 de enero de 2017

Diotima

En ese instante de la vida, querido Sócrates -dijo la extranjera de Mantinea-, más que en ningún otro, vale la pena el vivir del hombre: cuando contempla la belleza en sí.
Si algún día alcanzas a verla, no te parecerá comparable ni con oro, ni con los vestidos ni con los niños y muchachos bellos, ante los cuales ahora, con sólo verlos quedas embelesado y estás dispuesto, tanto tú como otros muchos, con tal de ver a los amados y estar continuamente con ellos, a no comer ni beber, si fuera de algún modo posible, sino únicamente a contemplarlos y estar juntos. ¿Qué podemos pensar entonces -dijo-, si le acaeciera a uno ver la belleza en sí, limpia, pura, sin mezcla, sin estar contaminada de carnes humanas, de colores y de otras muchas naderías mortales, sino que le fuera posible avistar la belleza divina en sí, específicamente única? ¿Acaso crees -prosiguió- que llega a ser vulgar la vida de un hombre que pone su mirada en eso, lo contempla con lo que debe contemplarlo y está en su compañía?
¿O no piensas -dijo- que solamente en ese momento, cuando vea la belleza con lo que es visible, podrá engendrar no imágenes de virtud, ya que no está en contacto con una imagen, sino virtudes verdaderas, al estar contacto con la verdad? Y a quien ha engendrado una virtud verdadera y la ha criado, ¿no piensas que le es dado hacerse amigo de los dioses y, si es que a algún hombre le es dado, inmortal también a él?

El banquete
Platón

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