domingo, 16 de abril de 2017

No hay puertas en el cielo

Encuentro un raro placer en pasear sin ser consciente de usar los pies para desplazarme, en ir descubriendo detalles nuevos en esas cosas que parecían inmutables y que finalmente ceden a la erosión del tiempo.
Me gusta detenerme en mis particulares rincones atraída por el alma verde de las plantas, allí donde pequeños brotes coinciden con las hierbas de la niñez de mi memoria.

Casi todos los lugares han cambiado hasta llegar a lo inverosímil. Apenas queda alguna de las grandes casas de labor con sus huertos delatados al exterior por la fronda de sus árboles, asomándose curiosos al perfil de las calles. También desparecieron los hermosos empedrados de las calzadas, en las que cada caída producía grandes brechas en las rodillas y los codos. Todos los que fuimos niños de la calle, tenemos cicatrices.

Sin embargo, permanecen las pequeñas plantas y hierbas que crecen de manera espontánea, arrastradas sus semillas por la lluvia y el viento. Y lo hacen exactamente en los mismos sitios de siempre, vestidos ahora con peores galas y mayores estrecheces. El espacio donde desplegarse ha quedado reducido a la mínima expresión, sitiado por las losas y ladrillos del absurdo, pero de manera insistente permanecen.

De alguna manera, podría reconstruir el tramado de la memoria de los lugares de mi niñez a través de los sitios donde se reúnen las malvas con las amapolas, las pequeñas espigas huérfanas y el diente de león y otras muchas hierbas cuyo nombre desconozco. Son los lugares donde crecen las plantas sin dueño que con su presencia, sutilmente nos recuerdan, la vocación de la naturaleza.

De todas esas flores silvestres, hay unas flores que al verlas me transportan a los primeros años de mi infancia.

Son flores muy pequeñas, a mi me parece que tienen una forma de "mini-gallinita".

Si ves cerrada la flor parece una gallina muy seria. Pero si aprietas un poquito en su parte inferior, la flor se abre y se le ven los dientes: son los estambres de la flor. Entonces, parece que ríe.

Es muy rara la vida. 
Es muy extraña la manera tan plástica con que se modela la memoria.

Cuando volví aquí, después de tanto tiempo me sentía muy perdida. 
Y algo que pasa tan desapercibido como son las flores silvestres, su  re-descubrimiento me ha ido re-conectando a otras muchas cosas.

Al lado de casa de mis abuelos, muy cerca de mi casa familiar,  existía un hermoso parque. El único parque que había entonces en el pueblo. Era muy frondoso, lleno de árboles y con tupidos parterres misteriosos donde nos escondíamos. Sus bancos eran de madera y siempre estaba cuajado de rosas. Formaba parte de nuestra existencia. Lo han convertido en una plaza dura con una especie de jaula para que jueguen los niños.

Hay cosas que es mejor no tocarlas, porque son preciosas.
Pero no: se atreve a tocar la canción más difícil quien de música no sabe nada.

Los niños no necesitan barrotes, sino amplios horizontes donde perder la mirada y encontrarse seguros, confiados, siempre con algo nuevo.
Los niños juegan como y donde les da la gana. 

He sentido durante tanto tiempo las cierres de puertas y los miedos ajenos, que al final adopté muchos y los hice propios.

En esa temprana niñez, de jugar a la gallinita flor, se les inspiró a mi padres la idea de no dejarnos salir a la hora de la siesta a la calle.
Terminábamos de comer y sin explicación alguna, nos dejaban encerradas con doble giro de llaves.
El giro primero de muñeca, dejaba vedado el acceso al paraíso de la siesta.
Con el movimiento de la segunda llave, quedaba bloqueada la salida directa desde casa hacia calle. agostada por el viento solano, insoportable en las horas medias del día.

Quizás, hubiesen bastado unas palabras amables que apelaran el sentido común.
Era el tiempo en que las decisiones, por absurdas que parecieran y fueran, no se cuestionaban.

Más no existen imposiciones que limiten la mente juguetona de un niño.

Al principio, inventamos algunos juegos para amenizar las interminables horas de encierro. Pero ya se sabe: el hecho de que te prohíban algo es el mejor acicate para incitarte a hacerlo.

Con frecuencia se nos pasa por alto lo obvio: que el remedio suele estar al ladito del agente que causa el mal y enseguida encontramos la manera de largarnos de allí.
Así es que, conforme se iba aproximando la hora de la siesta, el corazón se nos comenzaba a acelerar y bastaba una mirada entre nosotras para notarnos la picardía en el rostro, sabedoras de lo que haríamos a continuación de ese cierre obligado.

Escalábamos instantes construidos con montones de ladrillos, apilados para la ocasión en el orden preciso para la evasión.
Ascendíamos sobre ellos hacia el tejado que cubría el porche, que apoyaba en una medianería en su punto más alto. Ésta, disponía de un otro lado configurado en forma de ideal ladera descendiente, a base de montones de leña apilados y de trastos y cachivaches múltiples.

Recuerdo los nervios, el estruendo que hacían los ladrillos mientras los colocábamos a toda prisa, lo pesados que parecían en mis pequeñas manos. Los tomaba metiendo los dedos entre sus agujeros rectangulares, con cuidado de no cortarme; me costaba mucho levantarlos, se me doblaban las muñecas y al ponerlos sobre la fila inferior, a hueso, se sentían su chirriante tacto rasposo.
Al escalar, la sensación era de desahogo, notando el calor a través de unas sucintas chanclas de dedo. Las piernas nos abrasaban al gatear sobre el tejado.

Después, al otro lado, todo era más sencillo, pues el miedo a ser pilladas se había desvanecido. Era un sortear pequeñas ramitas, troncos y trastos diversos.
Y así, al tocar el suelo de los vecinos, siendo invasoras de la propiedad ajena, nos sentíamos libres.

La casa de los vecinos era la casa más grande del barrio y sus corralones y dependencias anexas eran de libre acceso para los niños del pueblo.

Al otro lado había una puerta falsa, que aparentemente estaba cerrada, pero en realidad no se cerraba sino de noche. Era la puerta falsa de los vecinos, justo la puerta que estaba al lado de la que mis padres nos cerraban con llave.

Muchas veces nos quedábamos jugando en las dependencias vecinas y después, cuando considerábamos, nos volvíamos a nuestra casa por donde habíamos venido.

Otras veces salíamos a la calle y el sol nos abrasaba la piel, pero no lo notábamos contentas de poder ir donde quisiésemos. Nos íbamos a los albercones a bañarnos.
Yo no recuerdo las regañinas, que las había, sólo la piel roja, el olor a cal en la piel del agua de pozo y las ganas de vivir más.



Nuestro anhelo de explorar, crea los caminos que conducen hacia otras puertas en apertura.
Estas puertas renuncian a sus defensas pues el recinto en el que se representan ignora el temor, allí, no impera la ley del miedo. Esos vanos, son umbral donde se restituye la confianza: la que otorga su apertura y con la que se penetra a ese espacio.

Al lado de una puerta cerrada, siempre hay al menos otra que está abierta permanentemente.





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