Le gustaba mucho el sol.
Sobretodo tomarlo, sobre su piel, desnuda. Su hermosa piel que, a su contacto, se tornaba lustrosa, del color del ébano.
Eran sus mejores tiempos. Estivales.
Ibas a saludarla y la encontrabas entre los árboles frutales y los parterres de maravillas e hibiscus. Con sus pequeños pechos desafiantes, al aire. Impúdica, libre. Un escueto hola y seguía. A lo suyo, entregada a su astro.
La vida es la que sabe.
A los corazones, aparentemente frágiles, les propone duros envites.
Y la vida gana. Siempre.
En la plenitud de su primer amor, en su más dulce momento, fue abandonada. Por su supuesta debilidad.
El dolor la partió. En dos.
Mientras ella se recuperaba, en el hospital de su operación de urgencia, yo nacía, en mi casa. Y así es como me quedé sin mi hada madrina.
Pero luchó. Mucho. Siempre lo hizo. Se reconstruyó. Tomó sus cosas y se marchó. A empezar, una vez más.
Volvía los veranos. Con su maleta llena de ropa y de regalos para todos.
A mi siempre me guardaba las sombrillitas con las que se adornan los cócteles. Y me traía muchas. Después, me pasaba las horas muertas jugando con ellas y mirando sus delicados dibujos en papel de seda.
La última vez que hablé con ella, en su casa, estaba muy débil.
Ella, contemplaba la posibilidad de que no hubiese más veranos. No tenía miedo.
Decepción tras decepción, remiendo a remiendo se había hecho una mujer, generosa, íntegra.
Ahí está. Arriba. Una estrella. Con su sol.
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