Sentada en la profundidad del alféizar de aquella ventana abierta, supe, sin llegar a comprender, que se podía escapar de la hostilidad. En un simple gesto de apertura de horizontes.
Allí, con la espalda apoyada en una de sus jambas y los pies en la otra, encontré mi refugio.
Y la fealdad de lo cotidiano se diluía en los fragmentados tejados y en el esplendor del cielo que olía a heno y a ozono.
Ahí es dónde te encontré. En los libros de aventuras que tenía entre mis manos. En todo ese mundo de seres fantásticos que inventas a cada instante para mi.
Desde entonces, aunque a veces pensamos que estamos solos, vamos juntos. Con los dedos siempre entrelazados.
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