Me gusta pintar de carmín mis labios, pues así dicen en mi rostro muchas cosas, sin que yo hable nada.
Mientras me maquillo los labios, acompañada por el espejo, me gusta recrearme en la acción en sí.
Y en esos breves instantes, revivo la imagen de mi madre maquillándose con timidez los suyos. Repito, como si se tratase de un ritual antiguo, el único gesto de coquetería que le conozco a mi madre.
Pinto mis labios y reencuentro en el fondo de mis ojos todo ese tiempo de caminar de puntillas, sigilosa, invisible, pendiente de cada paso de mi primera atalaya en este mundo.
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