jueves, 23 de febrero de 2017

De buena mañana

Era de buena mañana, mecida por el viento frío de febrero, gélido aire augur de carnavales.

Mirando más allá del fondo de sus ojos, se descubre el delator cansancio propio de los seres que han visto más allá de lo que hubiesen deseado y que, con todo y con eso, deciden permanecer conectados a la corriente de la vida.
Yo sé encontrar dentro de sus ojos algunos pasajes aledaños a otros que hube transitado poco antes.
Ella no lleva tampoco prendida en su muñeca, la esfera rosa del tiempo, ese tiempo antiguo que marcaba el compás sonoro de la soledad.

Desde el pesar de su silencio, ella suele responder a las palabras con un gesto que consiste en un encogerse de hombros lleno de hastío. Mientras lo hace, su rostro expresa el asombro de un niño que sin terminar de comprender bien una pregunta, quiere sentirse partícipe del momento de conversación, manifestando esa corporal respuesta.
Otras veces eclosiona en forma de risa sin medida, siente dentro la que brota hacia fuera y la toma, particulariza y expande, hasta llorar de gusto.

¿Sabes?

Ya se presiente el leve susurro de las amapolas, al fraguar en acuerdo el color que antecede a su eclosión mundana.

¿Sabes otra cosa?

A veces siento que todo lo que es en la tierra, es también el eco lejano de un elemento del cielo.
La tierra y el cielo nunca entran en competencia sino que confabulan y concuerdan para crear armonía y belleza en el áspero transitar de la existencia.

Cuando despierta en los campos el furioso rojo de las amapolas, el ocaso decide volverse discreto. Y así, el incendio del atardecer se torna en límpido azul que, formando gradiente hacia el horizonte, se convierte en malva muy claro.
Ahora sé que evoco la imagen de este color, porque es ese tu color.

Era de mañana, muy temprano para tu cuerpo gastado.
Al encontrarnos, me miras con tus ojos de niña, ¡tan llenos de cansancio!
Me acerco y te beso. Toco con suavidad tu delgado rostro. Y sólo me sale construir un abrazo donde se difuminen todas las aristas. Dentro de él, desearía poder restaurar tu fortaleza, entregarte de alguna manera el impulso que a mi me eleva y me da coraje. Quisiera volver a ver la luz verde de tu mirada, esa luz que encendió mi ser.

A lo mejor es que la vida, a fin de cuentas, no es mal sitio para quedarse.
Por eso, pese a todas las adversidades, penas y desengaños, se desea un rato más de su fluir incesante.
La mente se traslada por un instante, allá donde pesa menos todo y el ánima regresa con la materia necesaria para construir nuevas sonrisas. Así, tensado desde su parte más elevada, el cuerpo continua.

A veces, siento el frío estremecimiento de saber que en algún momento dejaré de hollar estos parajes de belleza y ternura.
Más no dejo que ese instante de tristeza , ese saber que de manera inevitable, mi vida singular fuga hacia lo eterno, cale en mis aguas y me estanque.

Siento el consuelo de haber podido despertar de entre las brumas, al encontrar el tenue hilo de mi voz, voz que poquito a poco se va impregnando de matices y reduciendo a la esencia.

La voz se proyecta desde el espíritu, que es capaz de transmutar en leve el más grave de los instantes.
El espíritu se  colma de palabras embriagas de sentimientos, palabras que nos encuentran como medio de expresión, pues ni tan siquiera ellas nos pertenecen.
Nacen del amor, en él se componen y sólo en él permanecen.

La vida se construye y reconstruye en simultaneidad. Se compone de infinitos encuentros y desencuentros.

Ahora, el eco de tu voz es presagio en el silencio de amaneceres tempranos, mañanas que llenan con su luz las palabras que en tu memoria se han desdibujado.



















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