Ella llena con besos los vacíos del reino del silencio, con todos los besos que es capaz de manifestar su frágil compostura.
Mi madre es el más singular y hermoso manantial de los besos.
Así es como es ella.
Antes, sumida en su dolor, se le olvidaba.
Su rostro y sus manos emergen entre las nieblas de su dañada memoria; ellos no olvidaron nunca el lenguaje que hermana a todos los seres de la vida.
Atrás quedó el olivar maduro que se sentía al asomarte a su mirada.
Permanecen en sus iris, el color dulce de la miel y los profundos ocres de la tierra, esta tierra a la que con fruición aferra su vida.
Dejó volar su luz verde, y después, la hizo fundirse en la llama de los corazones que acompañan sus instantes, para con ellos hablar sin necesidad de palabras.
Es inevitable acercarte a su espacio y no desear ser su abrazo.
Es amor puro lo que su espíritu derrama.
Su luz se hace guía entre la brumosa realidad y permite dibujar en sus labios los trazos de las palabras dormidas, mientras sus ojos pigmentan los infinitos matices de la esperanza.
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