Era de noche.
Asomada a la puerta de casa, por primera vez veía nevar.
Centelleantes copos caían y se iban acumulando en los bordes de una profunda zanja que hería el centro de la calle.
El suelo se iba tapizando de una extraña maraña de cristales blancos.
Tomé con mis dedos un pequeño copo.
Lo llevé a mis labios y lo comí.
Sentí el frío y su delicada textura en mi lengua.
Y pensé, que era así como debía saber el cielo.
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