El pensamiento insiste vanamente en estar ahí.
No quiere comprender que, sin tiempo, sólo es posible ser.
Es mejor no pensar.
Que la vida no se emplaza.
La vida fluye en el ser componiendo la totalidad de los momentos.
No quería pensar en la vida que engendró la mía, desdibujándose, ocultándose en la maraña de un paisaje incierto.
No podía destramar la terrible inconsciencia en la que se sumía un cuerpo que se agota.
A través de su mano, notaba desvanecerse el latido de los instantes.
Las manos entrelazadas, durante todo el rato en el que era capaz de mantener mi firmeza, mientras el arco de mi espalda aguantaba la compostura.
Vertía en la sala mi templanza para que impregnase sus paredes y dejaba que la realidad se fugase por el vacío que se adivina entre las nubes, el cambiante semblante de un cielo eterno, representado en el recorte rectangular de un ventanal siempre despierto.
Era como si al mantener unidas las manos no se pudiese interrumpir la corriente de la vida.
En su pulso cambiante, presentía los instantes en que ella marchaba muy lejos.
Percibía el extraño transitar entre los diferentes estadios de la vida.
A veces, por breves instantes, ella abría los ojos.
Parecía querer volver a habitar su cuerpo.
Entonces, al mirarla, yo experimentaba el cruel aguijonazo de la asimetría que deformaba su hermoso rostro y se había instalado en su menudo cuerpo.
Era verla así y sentir el insoportable dolor de la pérdida. Experimentar la impotencia frente al ansia con la que se apropia de la hermosura la guadaña impía.
Uno detrás de otro, se revelaban los interrogantes sin repuesta.
Caían en cada lágrima derramada, en cada grano de arena de la playa de sus días, fina arena que se escurría entre las manos.
Cuando se cuentan por millares los momentos de agonía, el corazón siempre apela a la cordura.
Por eso, buceando en la profundidad de los sentimientos de este trance, encontraba la enormidad de la música esponjándome de vida, llenando mi ser con su hermosura.
La música me calmaba y en ella me desahogaba.
Me decía a mi misma que, quizás, si ella escuchase conmigo aquella música, quizás, podría servirle de ayuda, podría ser un bálsamo para detener su lento marchar y traerla de vuelta.
En el umbral donde se encuentran la vida y la muerte, presiento que la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, es el argumento idóneo para permanecer.
¡Cómo si fuese eso posible!
Bendita inocencia con la que el ser se consuela.
Como si se pudiese llamar a capítulo a la muerte y convencerla de algo. Decirle que se fuese por esta vez, que ella no es el final. Hacerla entender que tras ella hay un después para el que ama y derrama su belleza.
Sólo importa sentir tu mano en mi mano, que necesito saber que aún moras tu cuerpo.
Quiero sentir el halo invisible que tu vida emana.
Imagino que sobrevuelas la materia para poder continuar.
¿Ves toda esa niebla que gota a gota está invadiendo tu mente e intentando desfigurar lo que eres?
Debes saber que esa niebla no eres tú. Son sólo nubes bajas y están fuera.
Yo te ofrezco mi mano, por si te sirve de guía para continuar.
Sé que se puede.
Sí.
Escuchábamos las nubes blancas que parecían velarlo todo.
Era un sutil modo de disipar el dolor y hacer que se elevasen esas nubes.
Y marchaban con ellas en su ascenso nuestras almas desnudas. Allí en lo alto se encontraban y desplegaban su grandeza, fuera del imperio de lo grave.
Deseaban querer más, pues nunca es suficiente lo que no se agota.
Y con los ojos cerrados, empezaba nuestro periplo más hermoso, un dejarse llevar mezclándose las esencias.
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