Entornados los ojos, me detengo en las partículas de luz que, por doquier, se derraman.
Y contemplo su vibratoria y facetas a belleza. De un resplandor absolutamente cambiante y más hermoso que un diamante de infinitas caras.
Un tono oscilatorio distinto para cada densidad. Es sólo luz. Todo es un contínuo. No hay límites.
De vuelta a casa, pensaba, en que las más de las veces no hay un sólo motivo real para la queja. Todo está a nuestro alcance para hacer del mundo un lugar mejor.
Cualquier pequeño detalle, cualquier pequeño avance es mucho.
Aunque no se crea, la bondad es tremendamente contagiosa.
Y, a veces, da mucha risa. También da muchas lágrimas. Lágrimas de dulcísima química, que abren las puertas del alma.
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