Cuando era pequeña pensaba, con cierta tristeza, que justo las personas con las que pasas más tiempo: tus padres, tus hermanos, tus compañeros. Sean los que compartes
una buena parte de tu vida son los que menos te conocen realmente.
Ahora que vuelvo sobre los pasos de mi niñez, sigo pensando parecido, pero ya sin tristeza y cerrazón.
Ayer me decía una de mis hermanas, que dejase de leer, de escribir y de pintar, que no me estaban ayudando.
Pensé. No ha leído ni una sola de las líneas que he escrito. Y visto con poco interés algún dibujo. En su impotencia, a no saber cómo ayudarme más, supone que la causa de mis males radica en estas cosas.
Siento no saber comunicarme bien. No es eso, no. Esta vez no te haré caso. En esto.
No es mi deseo que te intereses por nada que no te nazca dentro.
Es siempre una sensación contradictoria contigo: no puedo pedir profundidad tuya hacia mi, si yo no profundizo en ti.
En otras muchas cosas, te hice caso y lo seguiré haciendo.
Sólo quiero que seas tú y que, a tu manera crezcas conmigo. Y sigamos contándonos muchas cosas y callando muchas más que se irán con nosotras.
Esas pequeñas chispitas invisibles que permanecerán.
A veces pienso que la familia no es más que una extensión de nosotros mismos. La manera más sutil de percibir los miles de aspectos de lo que somos.
Ahora, simplemente, estaba empezando a plantearme que el dolor que no es físico no es dolor. Es un malentendido.
Se produce por falta de conocimiento. Y la falta de conocimiento...
Un poquillo, se sabe.
Después de coger más de veinte mil trenes, siempre vuelvo al lugar de uno.
Nunca me monté.
Nunca bajé.
Nunca pasó por el paso a nivel de mi padre.
Siempre estuvimos allí.
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