Hay momentos de ímpetu creativo en los que no paro de hacer cosas, en realidad la que no para quieta es mi mente. Cuando esto ocurre las ideas, las palabras, los colores, se hacen dueños del espacio y pueblan por doquier los mejores instantes de algunos días.
Hace poco, decía un compañero que luego del ímpulso creativo, pasan los días y coges perspectiva; entonces, ya no te parece tan maravilloso lo que ha salido de los pinceles o de la estilográfica. Yo le contesté que en mi caso procuro no juzgar lo que hago. Lo hago porque me gusta, lo necesito para aclararme, me provoca placer y me conecta con lo que soy.
Años atrás, me sentaba frente al ordenador durante horas para escribir unas pocas líneas. Me juzgaba a mí misma con mucha severidad y más que un acto de deleite, cada escrito se convertía en un doloroso parto. No voy a volver a eso.
Ahora solo escribo cuando me nacen palabras en el pecho, surgen sin pensar demasiado.
A veces, me sorprendo a mí misma con un balbuceante esbozo que aspira a hermosura.
Esto tiene sentido porque no pongo adjetivos a lo que hago. Alguna rara vez releo y cambio algo.
Con los dibujos y las pinturas me pasa igual, son una mera vibración que se concretan en líneas, colores, manchas; a su través construyó el alfabeto imaginario de algunos ratos, en los que me detengo a pintar.
Las mejores palabras permanecen escritas en el alma y solo son desveladas cuando otro alma vibra con la misma intensidad que yo las siento.
Los poemas más hermosos permanecen a buen recaudo en un antiguo relicario, muy antiguo y misterioso como mi mar.
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