Es un complejo proceso.
Difícil es de explicar aquello que es.
¡Bendito sea el sol que trae el nuevo día en mi!
Agradecido en el despertar y trabajar cotidianos. Mientras, en simultaneidad, se configuran tenues impresiones. Son de irisada transparencia. Como huellas de pequeñas escamas de geométrico parecido. Aparecen en multitud, muy despacio y se van esparciendo en todo mi ser. Nunca se decantan, ni son atraídas por gravedad alguna. Danzan en sutil movimiento, hasta establecer su orden preciso.
En el profundo atardecer, se disponen a fluir como juguetones arroyuelos, a través de mis manos.
Soy plenamente consciente del momento.
En un minucioso ritual dispongo todo con infinita delicadeza. Los diferentes pinceles caligráficos a mi diestra. Al centro, el tapiz secante central, límite visual donde concentro toda mi atención. Sobre él, coloco el papel dónde me derramo. Alrededor, los pocillos de loza con la cantidad exacta de pigmento.
Miro el amplio horizonte salpicado de redondeadas formas de adobe. Comienzan a diluirse sus límites con la obscuridad..
En las torres, se encienden ya los huecos horadados en los muros.
Inspiro profundamente el lugar al que pertenezco.
Mis pupilas adquieren su máximo diámetro.
Ese es el instante preciso.
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Bien entrada la madrugada, recojo las piernas sobre mi pecho sentada sobre el alféizar que mira a la ciudad.
Imagino las vidas que encienden las luces que veo cada noche. Algunas están tan próximas que puedo sentir su latido.
Ahora, mi vista que deambula itinerante, se detiene.
Primero una forma difusa que a vista de pájaro se va enfocando.
Trabajas en tu scriptorium.
Los destellos de las lámparas de aceite siluetean tu contraluz.
Manos laboriosas mediadoras de delicadas filigranas.
No hay horas suficientes para aprender tu perfil de alabastro y de oro.
Volví en mi al amanecer. Pero sólo en una pequeña forma.
Todo era diferente.
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Noche clara.
En mi corona, la reina de mis noches. Se ofrece en toda su grandeza y desnudez.
Plata que resbala sobre mi piel.
La suave brisa salada precipita en mi su sal. Entonces, mi cuerpo azorado se esponja en un torrente sanguíneo. Me expando, ardo, fluyo. Me retuerzo en mi eje de inquietud.
Hoy no encuentro la calma.
Me afano en retroceder en mi memoria como si buscase algo. Como si fuese a encontrar una clave que fuese a dar respuestas a olvidadas preguntas.
¿Acaso no es el pensamiento una continua construcción que intenta formular una gran pregunta?
¡Qué se yo!
Siento la cercana gravedad del astro madre.
Paseo sobre el pretil ochavado de mi torre.
Y en ese conducido andar peripatético hacia ninguna parte, descanso mis brazos sobre el elevado peto del muro y cierro los ojos, para mejor ver.
Entonces, juego a adivinar las notas de olor que flotan revoltosas, transportadas por el viento.
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De nuevo, el ajeno terror nocturno quiebra mi paz. Turba mi alma.
En la serenidad de esta luna llena, me explayo hasta los confines de la bóveda celeste, de millones de estrellas.
¿Acaso no es esa su luz que me llega la mera extensión de mis ojos?
¿Existen, si quiera, estos ojos con los que creo mirar?
No es sólo un artificio que recrea el hombre. Es una indefinida concatenación de potencias expresadas en formas concretas y conexas.
Y si bajo a esa ciudad que ahora veo, ¿sentiré el peso inexistente de todo el universo sobre mis pies livianos?.
El azahar acaricia mi pelo. La brisa esparce atrevida los vapores del incienso.
Y siempre en la octava. Está él. Fijo. Quieto. Es. Soy.
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