lunes, 3 de octubre de 2016

El tiempo del tiempo

Si existiese el tiempo, tendría que estar compuesto de muchas subdivisiones. Existirían subdivisiones de subdivisiones, tan pequeñas que serían  más rápidas de recorrer que un pensamiento se crea en la mente.
Sólo unas décimas de segundo.
Quizás, unas décimas de décimas de segundo.
Una cuerda que se destensa perdiendo su elasticidad y su tono. Deja de vibrar y se suelta.
Un soporte sometido a un esfuerzo tan grande que alcanza el límite de rotura. Cae.
Hubo un donde en que contaba el tiempo para mi.

Un viernes solitario. No termino de ubicarme: nada no hay manera.
Necesito salir, respirar en la calle y pensar.
A veces me parece extraño no estar pendiente del humo de un cigarrillo.
Tengo la sensación de que este ir y venir empleando tanto tiempo para llegar a cualquier sitio no merece la pena.

Hace muy poco tiempo que estoy aquí. Y, sin embargo, empiezo a entender algunas cosas.
Por primera vez entiendo el concepto de gran escala. Vislumbro el desatino que es el invento de la gran urbe. El desajuste que me provoca, no tanto en mis costumbres como en mis ritmos vitales.

Demasiada gente para tanta soledad.
Agradezco la invisibilidad y el anonimato que me proporciona lo mucho.
Quizás echo en falta los ojos cercanos, que saludan sin necesidad de palabras.
Aquí encuentro ojos casuales con los que compartes un instante en huida, miradas escurridizas, como una suerte de presencia forzada.
No sé, es algo muy extraño.

Voy a volver a casa. Exhausta de ruido y de multitud que corre sin parar y sin sentido.
Aunque lo de llamar casa al espacio donde vivo, quizás sea una palabra inmerecida.

Unas décimas de segundo y un extraño azar.
Unas centésimas de segundo, ésas que dura el instante en que ambos pies levitan al echar un paso hacia delante.
Ese paso, que pienso, me va a trasladar desde el andén del metro a interior del tren. Pero no. En ese levitar, alguien me empuja y caigo.
Una de mis piernas queda atrapada entre el coche y el andén. Dentro de esa franja intersticial se va escurriendo todo mi cuerpo.
Las puertas del metro se cierran.
Desde dentro, gente que me mira sin hacer nada. Sólo miradas. Pan y circo.
No siento miedo. Cierro los ojos. Pues nada, hasta aquí hemos llegado.

Cuando cuentas el tiempo, después hay más tiempo.
Sólo unas centésimas de centésimas de segundo. Noto que alguien tira de mis brazos con todas sus fuerzas. Le oigo gritar que, por favor no arranquen el tren.
Finalmente, logra sacarme a rastras.
El tren se marcha justo en ese instante.

Sólo entonces noto el gran dolor del impacto de la caída en mi pierna.
Sólo entonces que ese hombre al que me abrazo me ha salvado la vida.
Tiemblo y entre lágrimas solo acierto a darle las gracias.

Él, insiste en saber como me encuentro.
Yo no sé bien que contestar. Estoy muy asustada: no consigo entender...

Al rato, le contesto que estoy bien. Ciertamente lo estoy: sencillamente alucino.
La realidad es que estoy aterida de miedo y de dolor.

Finalmente, este hombre se marcha ante mi insistencia.

¡Es esta vida tan extraña!

Justo en el momento que sentí irme de ella ante la mirada impasible de muchos, hubo un hermano que me sacó del camino a la muerte con todas sus fuerzas.

Muchas veces he pensado en este hombre del que ignoro su nombre y al que debo tanto.

Soy una persona afortunada: lo sé.

Estuve mucho tiempo sin ser capaz de contar a nadie lo sucedido.
Mi pierna se hinchó hasta lo indecible. Pasó por todos los colores de un tremendo hematoma.
Y hoy sólo se aprecia una leve abolladura en el hueso.

Desde aquél día, he pasado como todo hijo de dios por situaciones límites, algunas muy raras.
Y no acierto a entender, pero siempre he encontrado una mano amiga que me ha ayudado y me ha salvado.

Por eso me siento afortunada.
Y sé que lo excepcional existe.

Non credo, no.

Tengo una estrella grande que me protege y me guía.


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