viernes, 19 de agosto de 2016

Como un gatito en un pajar

Ignoro lo difícil que es encontrar un objeto pequeño, alargado y metálico en un pajar. Pero si tengo algo de experiencia en búsquedas de otra índole en este recinto.
En no pocos veranos de la niñez, nos afanábamos durante varios días en un exhaustivo escrutinio del pajar de casa de mi tía, para intentar encontrar la segunda camada anual de gatitos.
La mamá gata no ponía las cosas fáciles, pues se encargaba de esconder bien a sus crías. Las gatas, a parte de desconfiadas, tienen una buena memoria.
Era un pajar muy grande que ocupaba todo el espacio o cámara (como nosotros lo llamamos) de la cubierta.
Para acceder a él, se había practicado un diminuto hueco triangular (una suerte de escuadra), en el ángulo de encuentro del suelo con la esquina interior de las paredes. Se subía a él desde un pesebre de piedra y a modo de escala había varios peldaños, rollizos de madera encastrados en la esquina de los muros.
Subíamos, las primas amantes de los gatos, una de mis hermanas y yo. Mientras subía una de nosotras, otra se ponía debajo, y cuando la que estaba subiendo llegaba al último tramo, la que se posicionaba debajo, le empujaba el culo para darle impulso (pues estaba el hueco, solo y no había nada donde sujetarse). La última que subía, la que pesaba menos, estiraba los brazos y la arrastrábamos hacia arriba.
Para comenzar la búsqueda nos guiábamos por los maullidos de los gatitos, como no podía ser de otra manera. O por su madre, que en cuanto nos veía rondando por allí se ponía muy nerviosa y, a veces, ella sola nos desvelaba el escondrijo.
En más de una ocasión, con el corazón acelerado al descubrir los preciosos gatos, comprobábamos como en el mismo instante de descubrirlos, salían disparados por todas direcciones y se escondían en otro sitio.
Había docenas y docenas de alpacas de paja.
También, algún zarpazo nos hemos llevado de la celosa madre.
Al final, siempre lo conseguíamos: cuando reuníamos toda la camada había concluido la tarea. Era lo mejor, porque así salvábamos los que nos quedábamos mis primas, mi hermana y yo. Porque sino, mi tía los echaba en un saco y los arrojaba al pozo, porque decía que no podía tener tantos.
Si, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que nadie se planteaba esterilizar un gato y en el que los animales eran libres y se iban de ronda nocturna, como corresponde.
Es por esto, bueno y por nos gustaban los gatos a mi hermana y a mi, que en casa siempre había dos gatos.
Entonces, los gatos tampoco tenían nombre, se llamaban gato o gata y punto. Salvo una excepción, yo tuve una preciosa gata naranja y la bauticé (si literalmente, con sus mantillas y todo) con el nombre de Lucero.
Recuerdo que siempre estábamos llenas de arañazos en las manos, brazos y pecho, pues los llevábamos como un bebé (mientras se dejaban peor que mejor). Y de una especio de hongos circulares, empeines les decía mi madre. Mi madre se ponía enferma con los gatos: no lo gustan los animales.
Como todo, se fueron los veranos de la niñez y con ellos las más variopintas mascotas que habitaron mi casa.
Y, claro, me gustan los gatos.
Me gustan porque hacen lo que les da la gana y cuando les da la gana.
Y si no les conviene algo y les estás invadiendo su espacio, te pegan un zarpazo para que los dejes en paz. O se van de un ágil salto.
Pasan en décimas de segundo  de la placidez a la total tensión y ágil salto.
Tengo mucho que aprender de ellos.
Dicen que los  lamas,  gustan de la compañía de los gatos, porque son para ellos excelentes maestros zen.
Yo no sé si zen o no zen.
El caso es que por esas casualidades de la vida, Fénix, ha llegado de nuevo a llenar de maullidos esta casa.
No la esperaba.
Surgió la ocasión y aquí está con nosotros. Por lo que ahora, somos tres en la familia.
Cuando la cogí por primera vez entre mis brazos, retorné a las sensaciones de todo ese mundo de la infancia.
He descubierto con Fénix, que apenas tengo sentido del tacto.
De alguna manera, entre las curvas de su cuerpo, su calor y su suave pelo, lo voy recobrando. Y me gusta mucho la sensación de dar placer y cobijo con mis manos.
No recuerdo en que momento comencé a perder el tacto. O no sé si es que nunca lo he tenido.
Sé hacer caricias con los labios y siento todo lo que con ellos toco. Con las manos es distinto. En fin...No sé.
Sea como fuere, eso está bien, darte cuenta, porque hay muchas cosas buenas y hermosas que tocar.
Los gatos arañan y muerden, porque es su naturaleza, pero cuando te tocan con sus patitas y te lamen lo hacen con mucha delicadeza.
Un día que me encontraba triste y la tenía en brazos, se puso a mirarme con sus preciosos ojos y me acariciaba con su patita la cara: Ellos sienten las emociones.

Bueno, espero ser buena madre para ella y hacerlo con mucho tacto.






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