jueves, 24 de noviembre de 2016

Fénix

No existe un solo centímetro de su piel que sea por entero del mismo color.
Es una preciosidad jaspeada, salpicada de lustrosos matices.
Posee una belleza rara que no se aprecia en una primera impresión.
Es una belleza que se descubre en el extrañamiento que provoca su presencia.
Es hermosura que se siente en la intimidad de la cercanía, en un contacto tan próximo y pegado que la visión se empieza a emborronar y a desvanecer.
En ese inexacto punto,  se acentúan los otros sentidos: la nariz recorre la piel buscando los secretos de los rincones más suaves, mientras las manos acarician las delicadas formas, ocultas y tibias.
Dos pieles tan distintas formando un todo.

Ayer de camino a casa, al recoger del colegio a Marcos, éste decía, que le gusta mucho la sensación de saber que está ella allí esperando, y al abrir la puerta, le encanta descubrir sus grandes orejitas asomando con curiosidad, mientras se dirige hacia nosotros. Si se deja coger, es una delicia tomarla en brazos y arrullarla, porque se olvidan todas las preocupaciones y lo acaecido durante la jornada.

Gracias a Fénix, sé que mi memoria táctil está intacta; era sólo que había estado bloqueada mucho tiempo, como otros tantos aspectos en los que trabajo para solventarlos.

Dice Marcos, que cómo puedo querer tanto a un gato.
No sé que contestarle, porque cualquier respuesta sería poner cotas y límites a lo que es de otra dimensión y no los tiene.

Nunca imaginé que pudiese recibir tantas cosas de la vida y tanto bueno.

Fénix se da plenamente, per se, sin pedir nada a cambio, en el momento que así lo siente y le dicta su sabio instinto.
Cuando desea hacer otra cosa, con una rapidez extrema, se marcha. Sin más: así de sencillo.
Ser ahora. No hay más.

Tampoco pensé, que me pudiese reír tanto con Fénix, aunque me resulta muy extraño pues, a veces,  cuando río miro su rostro hierático y no se traducir lo que ella siente.

Hace unas semanas, una mañana, me entró una inspiración "marujil" y decidí hacer limpieza general y me dispuse a fregar todos los suelos de la casa del tirón. Para que secasen rápido, dejé todas las puertas abiertas.
La gata, acostumbrada a estar en su espacio particular, bastante restringido, percibió la amplitud de Castilla y mirando ella al horizonte más lejano, decidió echarse a correr como si no hubiese mañana. Con tanto impulso se arrancó, que nada más poner las patas sobre el piso mojado comenzó a patinar y a voltearse en el aire sin control.
Al aterrizar, se levantó de un sorprendente salto y se puso a cuatro patas toda encrespada, con la chepa tan alta que parecía que se le hubiese representado el maligno.
Yo, frente a la escena, lloraba de la risa.

Pero mi debilidad con Fénix es cuando estoy tumbada en el sofá, relajada o dormitando y aparece dando sigilosos y elegantes rodeos a mi alrededor. Olisquea todo, hasta que encuentra el sitio perfecto para tumbarse a mi lado y dormirse. Le gusta pegarse a mi abdomen y se enrosca buscando la zona más calentita. Entonces, se pone a ronronear de gusto y parece un pequeño motorcillo eléctrico.

Hace unos días, decidió acurrucarse sobre mi pecho.
Por unos breves instantes sentí, a través de mi piel, los rápidos latidos de su corazón, su vida latiente que fluía justo sobre el centro de mi corazón. Los percibía como un sutil murmullo, un susurro que hablaba su particular lenguaje a los latidos más pausados de mi corazón.
Al notarlos, mis latidos se aceleraron de emoción, acariciando sus latidos.

Abrí los ojos y la miré. Ella, aun estaba en otro mundo.
Las lágrimas discurrían por mis mejillas.

Los ojos.

Ojos que miran y ven la vida cada despertar como algo nuevo. Ojos guiados por haces de luz que, a cada paso, descubro y que acompañan siempre a los solares rayos.








No hay comentarios:

Publicar un comentario